Foto: © Javier Arroyo 2013 | www.javierarroyo.es |
Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida:
—¡Ah!... —dijo el zorro—. Voy a llorar.
—Tuya es la culpa —dijo el principito—. No deseaba hacerte mal pero quisiste que te domesticara...
—Sí —dijo el zorro.
—¡Pero vas a llorar! —dijo el principito.
—Sí —dijo el zorro.
—Entonces, no ganas nada.
—Gano —dijo el zorro—, por el color de trigo.
Luego, agregó:
—Ve y mira nuevamente a las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.
El principito se fue a ver nuevamente a las rosas:
—No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún —les dijo—. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.
Y las rosas se sintieron bien molestas.
—Sois bellas, pero estáis vacías —les dijo todavía—. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o alabarse, o aun, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa.
Antoine de Saint-Exupéry, El principito, Alianza Editorial, Madrid, 1984 (extraído del libro Sí, quiero. Palabras para bodas, Plataforma Editorial, Barcelona, 2012).