domingo, agosto 31, 2008
El Día del Blog
Por poco llego tarde al Día del Blog. Yo y mi reloj vital. Manda huevos. No veo la luz y sólo me entero de la hora que es porque todo mi ser se revoluciona cuando oye la sintonía de un informativo. Los veo todos. Cambio de canal de forma compulsiva. Para mí, las 14, las 14.25, las 15, las 20, las 20.30 y las 21 son horas sagradas de reunión con los rayos catódicos.
Y fuera de eso, poco. Teletipos, internet y boletines informativos.
Pero creo que merecerá la pena. Y si no... No, coño, no. Si sí. Que merece la pena fijo. Que hay que pensar en positivo, como diría Rhonda Byrne. ¿O era Van Gaal?
Bueno, disquisiciones ciclotímicas aparte, resulta que me quedan dos minutos para recomendar cinco blogs. Y lo tengo chungo, porque cada día visito más. Así que he decidido que durante esta primera semana de septiembre, y sin que sirva de precedente, iré mencionando cada día unos cuantos blogs más en lo que a partir de ahora bautizaré como "Semana del Blog". Que p'a chula yo.
De momento, ahí van mis primeros elegidos:
- De pezón a rabo. Exquisito. Con clase. Con agallas. Cruzado siempre al pezón -digo al pitón- contrario. Sin pudor. Con poder. Con maestría. Y a quien le pique, que se rasque.
- La fábrica de sueños. Un lujo para los sentidos. Porque empiezas leyendo, pero con esas letras ves, oyes, acaricias, hueles y hasta saboreas. Deleite del bueno.
- El mundo por montera. Ídem de ídem. Y no quiero repetirme, que luego huelo a ajo.
- Mirada críptica. Poesía en una letra. Un universo en una estrofa. El alma en una línea. El corazón desnudo y la desnudez amarga, mas, con todo, excelsa.
- 13. Un número maldito para una pluma tocada con la varita del duende. De reciente descubrimiento, pero de paso obligado.
Sí, ya sé que son todos femeninos. Y muchos feministas. Y qué. A estas alturas de la vida, me rodeo de lo que me da la gana. Y estas auténticas señoras me dan ganas de ser más yo. O de ser, que ya es.
sábado, agosto 30, 2008
Soy canela
No, no voy a perdonarte. Me has jodido, y no voy a perdonarte.
Me dices que todo lo haces por mi bien, que sólo quieres lo mejor para mí, que no quieres hacerme daño, y la verdad es que, aunque no has tenido las agallas de dejarme, porque para dejarse hay que tenerse antes, no has dejado de clavarme puñales, uno detrás de otro, y otro, y otro más, y más, y más, para no dejar de hacerme de menos.
Y lo último fue dejar que fuese yo quien te dejase. Provocarme hasta el hastío. Machacarme el corazón con la distancia. Y hacerme creer que la distancia no es el olvido. Que la lejanía no impide el recuerdo. Que vivir no es irse muriendo a cada rato.
Vas por la vida haciéndote pasar por caviar del bueno, pero no eres más que morralla. Morralla que ni siquiera vale para hacer un fondo de arroz a banda, porque atufa todo lo que toca. Porque todo lo llena de barro. Porque todo lo hace gris. Porque todo lo borra. Porque todo lo arrasa. Porque convierte el diamante en yeso. Porque hace de la rosa un hierbajo. Porque consigue que la canela sepa a hiel. Y que, después de todo, el festín de la vida no sepa a nada.
Por eso no voy a perdonarte. Porque mi vida sabe a mucho. Y tú lo sabes. Aunque no hayas querido ni probarla.
Mejor. Yo, querido, soy canela. Siempre lo fui y voy a volver a serlo.
Y la canela y el caviar se dan de hostias. Sobre todo si el caviar es sucedáneo.
P.D.: Va por ti, Condesa. Y por ti, Arancha. Y por ti, Ana. Y por todas las ramas de canela que derrochan su aroma en el plato equivocado.
Me dices que todo lo haces por mi bien, que sólo quieres lo mejor para mí, que no quieres hacerme daño, y la verdad es que, aunque no has tenido las agallas de dejarme, porque para dejarse hay que tenerse antes, no has dejado de clavarme puñales, uno detrás de otro, y otro, y otro más, y más, y más, para no dejar de hacerme de menos.
Y lo último fue dejar que fuese yo quien te dejase. Provocarme hasta el hastío. Machacarme el corazón con la distancia. Y hacerme creer que la distancia no es el olvido. Que la lejanía no impide el recuerdo. Que vivir no es irse muriendo a cada rato.
Vas por la vida haciéndote pasar por caviar del bueno, pero no eres más que morralla. Morralla que ni siquiera vale para hacer un fondo de arroz a banda, porque atufa todo lo que toca. Porque todo lo llena de barro. Porque todo lo hace gris. Porque todo lo borra. Porque todo lo arrasa. Porque convierte el diamante en yeso. Porque hace de la rosa un hierbajo. Porque consigue que la canela sepa a hiel. Y que, después de todo, el festín de la vida no sepa a nada.
Por eso no voy a perdonarte. Porque mi vida sabe a mucho. Y tú lo sabes. Aunque no hayas querido ni probarla.
Mejor. Yo, querido, soy canela. Siempre lo fui y voy a volver a serlo.
Y la canela y el caviar se dan de hostias. Sobre todo si el caviar es sucedáneo.
P.D.: Va por ti, Condesa. Y por ti, Arancha. Y por ti, Ana. Y por todas las ramas de canela que derrochan su aroma en el plato equivocado.
jueves, agosto 28, 2008
Tal día hizo un año
No es que quiera copiarme de Mara. Cierto es que ando jodida de inspiración. Bueno, más que de inspiración, de tiempo. Pero tenía pensada esta entrada desde hace días.
Porque el calendario vuelve tras sus propios pasos, recupera el aliento perdido y hace que lo volvamos a perder cuando respiramos recuerdos infaustos y el dolor vuelve a llenar los pulmones. Te zarandea, te pega una bofetada, y otra, y otra más, y quisieras recordar que recordaste que no ibas a olvidarlo, pero tanto regreso al pasado te deja sin fe en el futuro y sin ganas de presente. Y todo porque lo que ya no está se hace más presente que nunca.
No quería volver a la tristeza. Con Barajas ya tuve suficiente. Pero, qué quieren que les diga, que una es sentimental. Que se empeña en ser de piedra, pero no puede. Que quiere no querer, pero termina por amar. Que quiere no sufrir, pero se muere de pena. Que quiere no recordar, pero en ciertos momentos es incapaz de mirar hacia delante.
Como ahora. Como entonces.
Como cuando Puerta dijo adiós. Como cuando el destino, no se sabe cómo ni por qué, decidió que ya había vivido bastante. Y eso que prácticamente no había empezado. A vivir, digo. O a disfrutar de la vida. De la miel. Porque vivir sin miel no es vivir del todo.
Por eso ahora quiero recuperar lo que escribí en ese momento. Lo que sentí. Lo que pensé.
Y sólo deseo que ahora, trescientos sesenta y cinco días después, el dolor haya dejado de ser un golpe constante para convertirse en una presencia ineludible, sí, aciaga, sí, pero, al fin y al cabo, sólo presencia.
No entiende nada. Si él se cuida, se repite. Si es mucho más joven que yo. Si acaban de hacerle un examen médico y le han dicho que está perfecto. Si... No.
No puede dormir y no puede tomar nada para intentarlo, porque le han dicho que es malo para el bebé. De todos modos, ella tampoco quiere. Dormir. Tiene miedo a cerrar los ojos y verle ahí, mirándola, susurrándole, como alguna de las últimas noches, que la quiere. No quiere verle porque sabe que la cabeza le va a jugar una mala pasada, que se va a terminar creyendo que es verdad, que él está ahí, y entonces va a abrazar la almohada como si le rodeara con sus brazos, y en algún momento va a despertarse y, al verse asida al trozo de algodón, se va a sentir ridícula.
No quiere dormir sola. La cama, de pronto, es demasiado grande. Le sobra espacio. Le sobra espacio, pero le falta el aire.
Mientras trata de respirar, se dice que se lo ha pensado mejor. Que quiere estar con él, seguir a su lado, aunque sólo sea ya en sueños.
Entra en la habitación y va directa al armario. Coge una de sus camisas y se la lleva a la cara. Parece como si acabara de quitársela porque, aunque está recién lavada -le parece que la colgó el mismo sábado-, mantiene un olor intenso a él. O al menos eso le parece.
Ya está. Ya lo tiene algo más cerca.
Y ahora un poco más. Ya sabe cómo. Va a aprender a soñar con él todas las noches. Así, duerma donde duerma, estará con él cuando llegue la última luna.
Sólo le queda saber dónde se aprende a soñar. Dónde, si su sueño se cumplió y acaba de despertarse a bofetadas.
Porque el calendario vuelve tras sus propios pasos, recupera el aliento perdido y hace que lo volvamos a perder cuando respiramos recuerdos infaustos y el dolor vuelve a llenar los pulmones. Te zarandea, te pega una bofetada, y otra, y otra más, y quisieras recordar que recordaste que no ibas a olvidarlo, pero tanto regreso al pasado te deja sin fe en el futuro y sin ganas de presente. Y todo porque lo que ya no está se hace más presente que nunca.
No quería volver a la tristeza. Con Barajas ya tuve suficiente. Pero, qué quieren que les diga, que una es sentimental. Que se empeña en ser de piedra, pero no puede. Que quiere no querer, pero termina por amar. Que quiere no sufrir, pero se muere de pena. Que quiere no recordar, pero en ciertos momentos es incapaz de mirar hacia delante.
Como ahora. Como entonces.
Como cuando Puerta dijo adiós. Como cuando el destino, no se sabe cómo ni por qué, decidió que ya había vivido bastante. Y eso que prácticamente no había empezado. A vivir, digo. O a disfrutar de la vida. De la miel. Porque vivir sin miel no es vivir del todo.
Por eso ahora quiero recuperar lo que escribí en ese momento. Lo que sentí. Lo que pensé.
Y sólo deseo que ahora, trescientos sesenta y cinco días después, el dolor haya dejado de ser un golpe constante para convertirse en una presencia ineludible, sí, aciaga, sí, pero, al fin y al cabo, sólo presencia.
Aprender a soñar
Se puede freír un huevo en la acera, pero ella tiene la piel de gallina. Lleva así desde el sábado, cuando le vio desmayarse, sin saber por qué, para luego levantarse como si nada y después, como si nada de nuevo, volver a quedar inconsciente.No entiende nada. Si él se cuida, se repite. Si es mucho más joven que yo. Si acaban de hacerle un examen médico y le han dicho que está perfecto. Si... No.
No puede dormir y no puede tomar nada para intentarlo, porque le han dicho que es malo para el bebé. De todos modos, ella tampoco quiere. Dormir. Tiene miedo a cerrar los ojos y verle ahí, mirándola, susurrándole, como alguna de las últimas noches, que la quiere. No quiere verle porque sabe que la cabeza le va a jugar una mala pasada, que se va a terminar creyendo que es verdad, que él está ahí, y entonces va a abrazar la almohada como si le rodeara con sus brazos, y en algún momento va a despertarse y, al verse asida al trozo de algodón, se va a sentir ridícula.
No quiere dormir sola. La cama, de pronto, es demasiado grande. Le sobra espacio. Le sobra espacio, pero le falta el aire.
Mientras trata de respirar, se dice que se lo ha pensado mejor. Que quiere estar con él, seguir a su lado, aunque sólo sea ya en sueños.
Entra en la habitación y va directa al armario. Coge una de sus camisas y se la lleva a la cara. Parece como si acabara de quitársela porque, aunque está recién lavada -le parece que la colgó el mismo sábado-, mantiene un olor intenso a él. O al menos eso le parece.
Ya está. Ya lo tiene algo más cerca.
Y ahora un poco más. Ya sabe cómo. Va a aprender a soñar con él todas las noches. Así, duerma donde duerma, estará con él cuando llegue la última luna.
Sólo le queda saber dónde se aprende a soñar. Dónde, si su sueño se cumplió y acaba de despertarse a bofetadas.
lunes, agosto 25, 2008
Mi verdadera historia. Que te den... silicona
[...] Mi amiga Gemma dice que por qué me deprimo cuando me preguntan por mis hijos. Que por qué me sienta tan mal, si no tengo, pero tampoco quiero tenerlos. Y yo le digo que yo qué sé. Que lo malo no es no tener hijos –porque nunca he tenido suficientes gramos de eso que llaman instinto maternal-, sino no tener con quién tenerlos. Que eso es lo peor.
Porque, díganme ustedes: si ya está complicada la vida para encontrar un buen candidato a hombre objeto de unos cuantos restregones bien dados, imagínense las proezas que una tendrá que hacer para encontrar al padre perfecto.
Yo tenía una amiga que, más que nada en la vida, lo que quería era ser madre. Bueno, mamá, que siempre fue muy pija y, como tal, amiga de los diminutivos. La chica era mona, la verdad. Monísssima. Salía con quien quería, la muy... la muy avispada, dejémoslo así. No sé bien cómo lo hacía, pero sorbía el seso a todos los tíos buenos del instituto. Y las demás, a dos velas.
Yo creo que era por las dos... por las dos... por la delantera que tenía la amiga, vamos. Esas cosas llaman mucho la atención, sobre todo en el instituto, cuando el común de las chavalas estamos todavía cual tabla de windsurf. En esos años, normalmente las que tienen tetas las tienen porque les sobran kilos y, en lugar de aposentarse en las cartucheras, se les cuelan en la masa pectoral. Y, puestos a elegir, los chicos, crueles ellos, suelen preferir el deleite de un buen solomillo a la parrilla antes que las carnes de la vaca de Milka.
Pero claro, cuando las tetas en cuestión no vienen precedidas por una declaración de sobrepeso, la cosa cambia. Cuando a las tetas se suman una cinturita de avispa, unas piernas sttupendas y bien depiladas, un pelo... que qué pelo, y una carita sin granos ni ningún otro rastro de desórdenes hormonales fruto de la pubertad mal entendida... entonces las tetas se adaptan al imaginario popular y al evidente refranero y sí, sí que tiran más que dos carretas. Y más que la grúa municipal.
Y a lo que iba, que mi amiga, más que nada, lo que tenía era un par de tetas pero que muy bien puestas. Y claro, a los tíos les ponía en un estado de erección suprema permanente e imperecedera. Aunque eso lo pienso ahora, que por entonces era yo muy casta y no me fijaba en las partes impúdicas de la anatomía masculina.
Y los tíos se la rifaban, vamos. Y a las demás, que nos dieran. Que nos dieran silicona, entre otras cosas.
Porque, díganme ustedes: si ya está complicada la vida para encontrar un buen candidato a hombre objeto de unos cuantos restregones bien dados, imagínense las proezas que una tendrá que hacer para encontrar al padre perfecto.
Yo tenía una amiga que, más que nada en la vida, lo que quería era ser madre. Bueno, mamá, que siempre fue muy pija y, como tal, amiga de los diminutivos. La chica era mona, la verdad. Monísssima. Salía con quien quería, la muy... la muy avispada, dejémoslo así. No sé bien cómo lo hacía, pero sorbía el seso a todos los tíos buenos del instituto. Y las demás, a dos velas.
Yo creo que era por las dos... por las dos... por la delantera que tenía la amiga, vamos. Esas cosas llaman mucho la atención, sobre todo en el instituto, cuando el común de las chavalas estamos todavía cual tabla de windsurf. En esos años, normalmente las que tienen tetas las tienen porque les sobran kilos y, en lugar de aposentarse en las cartucheras, se les cuelan en la masa pectoral. Y, puestos a elegir, los chicos, crueles ellos, suelen preferir el deleite de un buen solomillo a la parrilla antes que las carnes de la vaca de Milka.
Pero claro, cuando las tetas en cuestión no vienen precedidas por una declaración de sobrepeso, la cosa cambia. Cuando a las tetas se suman una cinturita de avispa, unas piernas sttupendas y bien depiladas, un pelo... que qué pelo, y una carita sin granos ni ningún otro rastro de desórdenes hormonales fruto de la pubertad mal entendida... entonces las tetas se adaptan al imaginario popular y al evidente refranero y sí, sí que tiran más que dos carretas. Y más que la grúa municipal.
Y a lo que iba, que mi amiga, más que nada, lo que tenía era un par de tetas pero que muy bien puestas. Y claro, a los tíos les ponía en un estado de erección suprema permanente e imperecedera. Aunque eso lo pienso ahora, que por entonces era yo muy casta y no me fijaba en las partes impúdicas de la anatomía masculina.
Y los tíos se la rifaban, vamos. Y a las demás, que nos dieran. Que nos dieran silicona, entre otras cosas.
Continuará...
miércoles, agosto 20, 2008
Siempre estarán volando
Pensaba escribir sobre algo intrascendente. No sé, quizá sobre una sesión de peluquería. O sobre un trapito nuevo. O sobre alguna aventura pseudosentimental. Yo qué sé.
Despotricaba porque no tenía una noticia que llevarme a la tecla. Porque estaba siendo un verano soso. Frío en lo informativo. Seco de actualidad. Árido de contenidos.
Y, mira tú por dónde, llegó la noticia. La que nadie imaginaba. La que nadie habría querido dar. La que nadie es capaz de asimilar todavía. La que nadie olvidará en mucho tiempo. En todo el tiempo, quizá.
Barajas. Dos cuarenta y cinco de la tarde. Un avión sale con retraso. Tenía que haber salido una hora antes. Se echó atrás, pero la razón es lo único que aún está en el aire.
Nervios. Mal rollo. El estómago se te hace un nudo cuando has de volar y ves cosas raras. Aunque parezcan normales. Pero lo único normal para el común de los viajeros de avión es subir, sentarte, abrocharte el cinturón, ver el trajín de brazos de las azafatas, sentir cómo el avión coge velocidad, intentar quitarte el tapón que suele instalarse en los oídos por obra y gracia de la presión atmosférica, pasar el rato hasta que el destino esté cerca y entonces, ya sí, prepararse para respirar con alivio porque el avión ya tomó tierra.
Hoy no ha sido este el caso. No al menos para quienes viajaban en ese avión de Spanair. Despegaron y, apenas alzar el vuelo, el avión se hizo fuego y se precipitó sobre una pequeña charca. Qué ironía. Una charca de agua estancada para aliviar el infierno de un coloso en llamas.
Han pasado cinco horas, pero la confusión es la reina en la debacle. Empezaron siendo tres o cuatro muertos. Luego veintitantos. Después, más de cuarenta. Al rato, más de cien. Ahora, casi ciento cincuenta. Eso más los carbonizados. Los que, en caso de seguir viviendo, no serán más que muertos vivientes.
Y, con ellos, dos bebés. A ellos sí les han cortado las alas.
Ya nunca podrán volar. O quizá sea mejor pensar que ya para siempre estarán volando.
Despotricaba porque no tenía una noticia que llevarme a la tecla. Porque estaba siendo un verano soso. Frío en lo informativo. Seco de actualidad. Árido de contenidos.
Y, mira tú por dónde, llegó la noticia. La que nadie imaginaba. La que nadie habría querido dar. La que nadie es capaz de asimilar todavía. La que nadie olvidará en mucho tiempo. En todo el tiempo, quizá.
Barajas. Dos cuarenta y cinco de la tarde. Un avión sale con retraso. Tenía que haber salido una hora antes. Se echó atrás, pero la razón es lo único que aún está en el aire.
Nervios. Mal rollo. El estómago se te hace un nudo cuando has de volar y ves cosas raras. Aunque parezcan normales. Pero lo único normal para el común de los viajeros de avión es subir, sentarte, abrocharte el cinturón, ver el trajín de brazos de las azafatas, sentir cómo el avión coge velocidad, intentar quitarte el tapón que suele instalarse en los oídos por obra y gracia de la presión atmosférica, pasar el rato hasta que el destino esté cerca y entonces, ya sí, prepararse para respirar con alivio porque el avión ya tomó tierra.
Hoy no ha sido este el caso. No al menos para quienes viajaban en ese avión de Spanair. Despegaron y, apenas alzar el vuelo, el avión se hizo fuego y se precipitó sobre una pequeña charca. Qué ironía. Una charca de agua estancada para aliviar el infierno de un coloso en llamas.
Han pasado cinco horas, pero la confusión es la reina en la debacle. Empezaron siendo tres o cuatro muertos. Luego veintitantos. Después, más de cuarenta. Al rato, más de cien. Ahora, casi ciento cincuenta. Eso más los carbonizados. Los que, en caso de seguir viviendo, no serán más que muertos vivientes.
Y, con ellos, dos bebés. A ellos sí les han cortado las alas.
Ya nunca podrán volar. O quizá sea mejor pensar que ya para siempre estarán volando.
martes, agosto 19, 2008
... Y llegó Coco
Nunca dos ces dieron para tanto. Dos o tres, según se mire. Dos de "Coco" y una más de "Chanel". Aunque, en honor a la verdad, ni lo uno ni lo otro. Porque el Estilo, así, con mayúsculas, no se llamó nunca ni "Coco" ni "Chanel".
Nació, tal día como hoy, hace 125 años. La bautizaron Gabrielle. Era hija de un ama de casa de pocos -por no decir ínfimos- recursos y de un vendedor ambulante, del que sólo heredó un apellido que dejó de usar pronto: Bonheur. Yo también lo habría hecho: su madre murió de tuberculosis cuando ella tenía seis años y su padre, muy hombre él, hizo el hatillo y dejó tirados a Gabrielle y a sus cuatro hermanos. Siguiente estación: el orfelinato de sus tías.
Llegó a asegurar que no pensaba en otra cosa que no fuera quitarse la vida. Sólo quería que la quisieran. Pero nadie parecía quererla.
Claro que, mientras pergeñaba un plan para desaparecer de la faz de la tierra, aprendió a manejar la aguja y el hilo. Y así fue como, con la destreza de sus manos y la inteligencia a la hora de emplear sus artes seductoras con fines lucrativos, se fue haciendo un hueco en la moda parisina.
Perdón, un hueco no: el sitio. Porque durante décadas no hubo otro nombre en la moda que sonase más y mejor que el suyo. Y que llevase cosido tanto dinero en el forro.
Todas las grandes damas se rindieron a sus pies, tanto o más que sus amantes -que fueron muchos y de muy variados estilos-. Cambiaron el barroquismo que se imponía a comienzos del siglo XX por ese look elegante, de líneas sencillas pero más allá de la simpleza, que Coco Chanel convirtió en santo y seña del glamour eterno.
Me fascina su porte. Su clase. Pero me fascina aún más su espíritu superviviente. Su casta. Sus ganas de comerse el mundo a pesar de desear, más de una vez, que fuese el mundo quien se la tragase a ella.
Me puede su señorío. Su capacidad para reinventarse, una y mil veces, y perpetuarse en el tiempo como una auténtica señora. Aunque naciera pobre y se hiciera puta.
Porque el señorío no se lleva en la cartera. Y tampoco en un largo collar de perlas. Ni siquiera en un bolso acolchado con dos ces cruzadas.
Señora se nace. Como Gabrielle.
lunes, agosto 18, 2008
Mi verdadera historia. En busca de inspiración
[...] Estoy buscando la inspiración, pero no me sale. Yo la llamo, pero la muy... la muy... la muy [pitido sustitutivo de una palabra gruesa] no viene. [Ah, lo del pitido tampoco es mío. Es de la Susi, un personaje encantador de Mendicutti, que me tiene sorbidito el seso –el personaje, no don Eduardo-]. Primero contoneo los labios, como en un susurro, y la requiero como a un lindo gatito. Y nada. Luego voy y silbo, pero, como nunca he sabido perfeccionar mi grito de guerra, aquí no viene ni el Tato. A la tercera, pensando que va la vencida, me decido a llamarla por su nombre. Y entonces caigo en la cuenta de que las musas eran varias, y que yo no me sé sus apelativos, porque nunca hice demasiado caso de la mitología, y que así me va, que ni mito ni logia ni ná de ná. Cero.
Chihuahua dice que es que es imposible inspirarse con la música que gasto. Que hay que tener valor. Que así pasa luego, que nadie quiere acercarse a menos de dos metros de mis escritos, por temor a sufrir una descarga eléctrica. O así.
Y yo le miro y pienso que quizá tenga razón. Y le digo que me proponga algo mejor. Y entonces me devuelve la mirada, esta vez con lástima, se da media vuelta y se va con la tal Patricia.
Cualquier día me abandona hasta el desodorante. Eso será el principio del fin. Porque yo podría aguantar que me abandonase cualquiera, desde mi novio –que no tengo- hasta mi madre, pasando por Paco, Gemma o mi ficus. Cualquiera menos el desodorante. Eso sería el colmo de la caspa, ¿no creen?
Ayer iba en el metro y noté cómo el lactosérum desaparecía de las axilas de mi vecino de asiento. Etéreo e inmaterial, el néctar de la antisudoración recubierta de tersura se evaporaba e iba haciendo añicos la atmósfera plomiza del vagón, al tiempo que se expandía por la estancia un rancio olor a golondrinos. En realidad no sé muy bien a qué huelen los golondrinos –ni a qué huelen las cosas que no huelen-, pero es que, mientras intentaba forzar la metáfora, recordaba las proezas del coronel Aureliano Buendía y no podía resistirme al dolor frenético que el héroe militar de la soledad experimentaba en sus axilas minutos antes de su fusilamiento. García Márquez escribió entonces que Buendía sufría de golondrinos y yo, que, como ya les he comentado, soy bastante autodidacta, me monté la película por mi cuenta y asocié los golondrinos a la falta de higiene sobacal -sí, sí, ya sé que no, pero la imaginación tiene esas cosas. Y la falta de sueño, otras peores.
Puede que a alguien le esté dando el desayuno. O la comida, merienda o cena. En tal caso, reciban mis más sentidas disculpas. Pero imagínense entonces el viajecito que le dio a una servidora el amigo del metro.
Si es que el suburbano tiene estas cosas. Pero también es divertido, no vayan ustedes a creer. Por ejemplo, hay veces que se te sienta al lado un niño que no para de hacer preguntas. Que si cómo te llamas. Que si dónde vas. Que si no te hacen daño esos zapatos tan horteras con esa puntera tan picuda que llevas puestos. Que si por qué te pintas el pelo de rojo. Que si por qué te pintas los ojos como Cruella de Vil. Y que qué dicen tus hijos de todo eso.
Y claro, cuando sale a relucir la palabra “hijos”, puede temblar Roma. O, cuanto menos, mi autoestima.
Chihuahua dice que es que es imposible inspirarse con la música que gasto. Que hay que tener valor. Que así pasa luego, que nadie quiere acercarse a menos de dos metros de mis escritos, por temor a sufrir una descarga eléctrica. O así.
Y yo le miro y pienso que quizá tenga razón. Y le digo que me proponga algo mejor. Y entonces me devuelve la mirada, esta vez con lástima, se da media vuelta y se va con la tal Patricia.
Cualquier día me abandona hasta el desodorante. Eso será el principio del fin. Porque yo podría aguantar que me abandonase cualquiera, desde mi novio –que no tengo- hasta mi madre, pasando por Paco, Gemma o mi ficus. Cualquiera menos el desodorante. Eso sería el colmo de la caspa, ¿no creen?
Ayer iba en el metro y noté cómo el lactosérum desaparecía de las axilas de mi vecino de asiento. Etéreo e inmaterial, el néctar de la antisudoración recubierta de tersura se evaporaba e iba haciendo añicos la atmósfera plomiza del vagón, al tiempo que se expandía por la estancia un rancio olor a golondrinos. En realidad no sé muy bien a qué huelen los golondrinos –ni a qué huelen las cosas que no huelen-, pero es que, mientras intentaba forzar la metáfora, recordaba las proezas del coronel Aureliano Buendía y no podía resistirme al dolor frenético que el héroe militar de la soledad experimentaba en sus axilas minutos antes de su fusilamiento. García Márquez escribió entonces que Buendía sufría de golondrinos y yo, que, como ya les he comentado, soy bastante autodidacta, me monté la película por mi cuenta y asocié los golondrinos a la falta de higiene sobacal -sí, sí, ya sé que no, pero la imaginación tiene esas cosas. Y la falta de sueño, otras peores.
Puede que a alguien le esté dando el desayuno. O la comida, merienda o cena. En tal caso, reciban mis más sentidas disculpas. Pero imagínense entonces el viajecito que le dio a una servidora el amigo del metro.
Si es que el suburbano tiene estas cosas. Pero también es divertido, no vayan ustedes a creer. Por ejemplo, hay veces que se te sienta al lado un niño que no para de hacer preguntas. Que si cómo te llamas. Que si dónde vas. Que si no te hacen daño esos zapatos tan horteras con esa puntera tan picuda que llevas puestos. Que si por qué te pintas el pelo de rojo. Que si por qué te pintas los ojos como Cruella de Vil. Y que qué dicen tus hijos de todo eso.
Y claro, cuando sale a relucir la palabra “hijos”, puede temblar Roma. O, cuanto menos, mi autoestima.
Continuará...
domingo, agosto 17, 2008
Retazos del fin de semana
El fin de semana largo -no lo considero puente, pues creo que los puentes tienen que servir para cruzar algo, y en el caso del calendario, supongo, habrían de cruzar días laborables para convertirlos en jornadas de asueto, y no es el caso- me deja muchas cosas buenas:
1. Grandiosa velada con la condesa de Estraza y el Coronel. Grandiosa. Las conversaciones que mantuvimos fueron variadas pero en todo momento interesantes. El lugar elegido por nuestro más ferviente comentarista, digno de apuntarse en la agenda y convertirse en garito de peregrinación frecuente. Y, además, me llevé puesta la ansiada dedicatoria del libro de Lupe, el Sino de Manolete:
2. El sábado cogí a mi señora madre por banda para ir a ver Mamma Mía, pero, ¡oh, sorpresa!, cuando llegamos al cine se habían agotado las entradas. ¿Solución? Cenita andaluza -ay, qué perdición el cazón en adobo...- y, de postre, mousse de yogur. Como diría Jezulín, "en dos palabras: im-prezionante".
3. Hoy, la verdad, poca cosa. Cafelito mañanero después de comprar la prensa y, el resto del día, curre al canto. O sea, con la tecla puesta y la tele presta al zapping informativo. Eso, claro está, me ha permitido ver el triunfo del gran Rafa Nadal -a sus pies, querido-, que me tiene loquita -por sus proezas, claro está, no por su belleza-.
Así que, con esto y un bizcocho -o una galleta de soja, que engorda menos-, hasta mañana a las 5.30... Me espera una noche de blanco algodón...
1. Grandiosa velada con la condesa de Estraza y el Coronel. Grandiosa. Las conversaciones que mantuvimos fueron variadas pero en todo momento interesantes. El lugar elegido por nuestro más ferviente comentarista, digno de apuntarse en la agenda y convertirse en garito de peregrinación frecuente. Y, además, me llevé puesta la ansiada dedicatoria del libro de Lupe, el Sino de Manolete:
2. El sábado cogí a mi señora madre por banda para ir a ver Mamma Mía, pero, ¡oh, sorpresa!, cuando llegamos al cine se habían agotado las entradas. ¿Solución? Cenita andaluza -ay, qué perdición el cazón en adobo...- y, de postre, mousse de yogur. Como diría Jezulín, "en dos palabras: im-prezionante".
3. Hoy, la verdad, poca cosa. Cafelito mañanero después de comprar la prensa y, el resto del día, curre al canto. O sea, con la tecla puesta y la tele presta al zapping informativo. Eso, claro está, me ha permitido ver el triunfo del gran Rafa Nadal -a sus pies, querido-, que me tiene loquita -por sus proezas, claro está, no por su belleza-.
Así que, con esto y un bizcocho -o una galleta de soja, que engorda menos-, hasta mañana a las 5.30... Me espera una noche de blanco algodón...
Audrey y yo
sábado, agosto 16, 2008
Todo sobre mis suegras. Encarna
Esto de tener "peticiones del oyente" es lo más para un blogger. Al menos para mí, que, desde que tengo comentaristas fijos, he hecho de este Devezencuandario un Cuasidiario y tengo la autoestima mucho más alta que de costumbre -sin que esto me haga dejar la ciclotimia a un lado, que conste-.
El Coronel -¡oh, Coronel!- me ha pedido que hable sobre mis suegras. Quiere que dé rienda suelta a mi lengua viperina, que haga sangre de las varices y remueva los recuerdos como si fuera la reina del Bar Coyote para hacerle reír un poco y, de paso, escandalizar a algún ex -o "no-ex", que es la forma más graciosa de pertenecer a un pasado que nunca fue presente- que aún tiene estómago para pasarse por estos humildes contornos.
Al Coronel ya le he advertido que de morbo, poco. Que no espere diatribas contra las buenas mujeres porque, cosas de la vida, me llevo mejor con ellas que con sus hijos. Que, de hecho, una de las pocas cosas buenas que me quedan tras dejar atrás esas relaciones infaustas a la vez que inútiles es un amago de amistad con alguna de ellas. Si es que soy única hasta para esto, oyes.
Pero bueno, yo lo cuento. Lo cuento todo. Voy a abrir mis recuerdos en canal -esta vez sí- y voy a escribir hasta con nombres reales -bueno, o casi-. Que ustedes lo pasen bien. Y que ellas no se me enfaden.
Aunque, si se enfadan, que se contenten. Al menos no les robé a sus niños. Es más: siempre los dejo colocaditos. Muchas veces con lagartas, pero, ¿quién dijo eso de que más vale estar solo...?
El Coronel -¡oh, Coronel!- me ha pedido que hable sobre mis suegras. Quiere que dé rienda suelta a mi lengua viperina, que haga sangre de las varices y remueva los recuerdos como si fuera la reina del Bar Coyote para hacerle reír un poco y, de paso, escandalizar a algún ex -o "no-ex", que es la forma más graciosa de pertenecer a un pasado que nunca fue presente- que aún tiene estómago para pasarse por estos humildes contornos.
Al Coronel ya le he advertido que de morbo, poco. Que no espere diatribas contra las buenas mujeres porque, cosas de la vida, me llevo mejor con ellas que con sus hijos. Que, de hecho, una de las pocas cosas buenas que me quedan tras dejar atrás esas relaciones infaustas a la vez que inútiles es un amago de amistad con alguna de ellas. Si es que soy única hasta para esto, oyes.
Pero bueno, yo lo cuento. Lo cuento todo. Voy a abrir mis recuerdos en canal -esta vez sí- y voy a escribir hasta con nombres reales -bueno, o casi-. Que ustedes lo pasen bien. Y que ellas no se me enfaden.
Aunque, si se enfadan, que se contenten. Al menos no les robé a sus niños. Es más: siempre los dejo colocaditos. Muchas veces con lagartas, pero, ¿quién dijo eso de que más vale estar solo...?
* * *
Encarna fue mi primera suegra. Eso al menos cuenta mi madre. Yo no recuerdo haber sido novia de Kiko, pero, si mi madre lo dice, ese noviazgo va a misa. Aunque en realidad no pasase de la plaza del barrio.
Peleona, marimandona, pero con un punto de gracia, Encarna era una maruji en toda regla. Era alta y espigada. Tenía un tono de voz que te percutía el tímpano y, si lo empleaba subido de decibelios para la regañina de rigor, podía convertirse en toda un arma de destrucción masiva.
No sé muy bien por qué, pero yo de pequeña me quería ir a vivir con Encarna. Creo que eso fue después de dejar a Kiko. Porque a Kiko le dejé yo. Me enamoré de David, que era más de mi edad, más mono y más accesible, y le dije a Kiko que, sintiéndolo mucho, teníamos que dejarlo.
Mi madre dice que Kiko se disgustó. Yo, la verdad, no la creo. Kiko estaba como un tren y supongo que en el colegio podría tener de novia a quien le viniera en gana. Y yo, aunque graciosa, era chiquita y rechoncha. Y cursi. Y del Atleti.
Sin embargo, a Encarna debió de contentarle la ruptura, porque yo, ya digo, quería irme a vivir con ella. Y aunque tengo mi punto masoca, supongo que esa mi inclinación se debió deber a que mi exsuegra tenía algún encanto del que mi señora madre carecía.
Con el paso del tiempo, creo que el encanto no lo tenía la Encarna -es que la llamábamos así-, sino los playmobil de Francisco -que pronto dejó de llamarse Kiko-, que superaban con mucho a los que tenía yo y que nos servían de diversión, una tarde sí y otra también, tanto a su hermana como a esta pobre ingenua.
Por lo demás, creo que hice bien en quedarme en casa: su hermana tenía la aspiradora como una prolongación de su brazo y yo, en cambio, todo lo que hacía en casa era poner y quitar la mesa. Y no todos los días.
De la Encarna hace mucho que no sé nada. Se cambió de barrio antes de que nosotros emigráramos al pueblo. Dejó el extrarradio y se fue al centro, a un pisazo que, sin que nadie lo hubiera visto, pronto se convirtió en la envidia del resto de las marujas.
Esta noche le digo a mi madre que la llame. Y hasta voy a ponerme al teléfono. Nunca está de más recordar viejos tiempos. Aunque te taladren el tímpano. Total, siempre puedo despegarme el auricular de la oreja.
Peleona, marimandona, pero con un punto de gracia, Encarna era una maruji en toda regla. Era alta y espigada. Tenía un tono de voz que te percutía el tímpano y, si lo empleaba subido de decibelios para la regañina de rigor, podía convertirse en toda un arma de destrucción masiva.
No sé muy bien por qué, pero yo de pequeña me quería ir a vivir con Encarna. Creo que eso fue después de dejar a Kiko. Porque a Kiko le dejé yo. Me enamoré de David, que era más de mi edad, más mono y más accesible, y le dije a Kiko que, sintiéndolo mucho, teníamos que dejarlo.
Mi madre dice que Kiko se disgustó. Yo, la verdad, no la creo. Kiko estaba como un tren y supongo que en el colegio podría tener de novia a quien le viniera en gana. Y yo, aunque graciosa, era chiquita y rechoncha. Y cursi. Y del Atleti.
Sin embargo, a Encarna debió de contentarle la ruptura, porque yo, ya digo, quería irme a vivir con ella. Y aunque tengo mi punto masoca, supongo que esa mi inclinación se debió deber a que mi exsuegra tenía algún encanto del que mi señora madre carecía.
Con el paso del tiempo, creo que el encanto no lo tenía la Encarna -es que la llamábamos así-, sino los playmobil de Francisco -que pronto dejó de llamarse Kiko-, que superaban con mucho a los que tenía yo y que nos servían de diversión, una tarde sí y otra también, tanto a su hermana como a esta pobre ingenua.
Por lo demás, creo que hice bien en quedarme en casa: su hermana tenía la aspiradora como una prolongación de su brazo y yo, en cambio, todo lo que hacía en casa era poner y quitar la mesa. Y no todos los días.
De la Encarna hace mucho que no sé nada. Se cambió de barrio antes de que nosotros emigráramos al pueblo. Dejó el extrarradio y se fue al centro, a un pisazo que, sin que nadie lo hubiera visto, pronto se convirtió en la envidia del resto de las marujas.
Esta noche le digo a mi madre que la llame. Y hasta voy a ponerme al teléfono. Nunca está de más recordar viejos tiempos. Aunque te taladren el tímpano. Total, siempre puedo despegarme el auricular de la oreja.
viernes, agosto 15, 2008
El día más gato
No, no soy del sur. Soy de Madrid. Y a mucha honra.
Es verdad que el sur me tira. Es cierto que tengo el corazón partío y el alma rota. Que se me va la vida cuando oigo el rasgueo de una guitarra. Que caigo rendida ante el olor a azahar. Que me envuelve el duende de las callejuelas de Triana. Que me pierden las luces que salpican la noche sevillana desde la calle Betis.
Todo eso es cierto.
Pero yo nací gata. En Chamberí. Y hoy es mi día. Aunque no me llame Paloma, soy chulapona. Una imagen vale más que mil palabras...
P.D.: Por favor, no tengáis en cuenta el abuso del colorete. Antes no había cursos de automaquillaje ni se estilaba lo de "menos es más"...
Es verdad que el sur me tira. Es cierto que tengo el corazón partío y el alma rota. Que se me va la vida cuando oigo el rasgueo de una guitarra. Que caigo rendida ante el olor a azahar. Que me envuelve el duende de las callejuelas de Triana. Que me pierden las luces que salpican la noche sevillana desde la calle Betis.
Todo eso es cierto.
Pero yo nací gata. En Chamberí. Y hoy es mi día. Aunque no me llame Paloma, soy chulapona. Una imagen vale más que mil palabras...
P.D.: Por favor, no tengáis en cuenta el abuso del colorete. Antes no había cursos de automaquillaje ni se estilaba lo de "menos es más"...
jueves, agosto 14, 2008
Nuevas adquisiciones
Como no sólo de noticias vive el hombre -y mucho menos la mujer-, he de decir que pienso sucumbir cada vez que me dé la gana a la aparente frivolidad de la pasión por los trapitos y todo lo que a ellos respecta -o sea: pendientes, pulseras, collares, bolsos, zapatos y todo lo que se me pueda pasar por la imaginación para llenar el armario y terminar yo misma en la puñetera calle... pero mona monísima, eso sí-.
Este mes me he pasado de coqueta. Diría que he llegado a sobrepasar la frontera de la adicción. Las rebajas -y lo que no son rebajas- han podido con mi depauperada fuerza de voluntad.
Aquí está una de las pruebas del delito. Son mis primeras piezas de C'est Très Joli!!... pero no serán las últimas. Seguro.
Esta Laura es que tiene unas manos impresionantes. ¿O no?
Este mes me he pasado de coqueta. Diría que he llegado a sobrepasar la frontera de la adicción. Las rebajas -y lo que no son rebajas- han podido con mi depauperada fuerza de voluntad.
Aquí está una de las pruebas del delito. Son mis primeras piezas de C'est Très Joli!!... pero no serán las últimas. Seguro.
Esta Laura es que tiene unas manos impresionantes. ¿O no?
Una bala mediática
Habían declarado el alto el fuego, pero a ella la dispararon mientras informaba en una zona donde, supuestamente, ondeaba ya la bandera blanca.
El disparo cayó en el brazo de Tamara Urushadze, pero hirió a la profesión entera. Claro que esa bala no era más que la secuela infausta de una nueva muestra de la sinrazón, que se había llevado por delante a un número indeterminado de osetios: un bando, el georgiano, dice que ciento y pico; otro, el ruso, que 1.600. Conclusión: no es que no sepan de matemáticas, es que no tienen vergüenza. Ni perdón de Dios.
No sé en qué estaría pensando Tamara cuando, herida como estaba, decidió seguir la conexión en directo desde Gori. No sé si pensaba en sus compatriotas muertos, en los corazones heridos, en la sinrazón, en la vocación,... o si no pensaba en nada. Si es que sólo siguió por inercia. Por obligación. Para demostrarse a sí misma que la violencia no va a poder con ella.
Han sido cinco, nada más que cinco, los días de combate en Georgia. Lejos de politiqueos -o al menos tan lejos como uno mismo se sitúa cuando se encuentra en mitad del frente y ha de salvar la propia vida-, en el gremio sí hacemos bien la cuenta de nuestros muertos. En esos cinco días de odio desmedido, han perdido la vida dos compañeros que trabajaban para medios rusos y un periodista holandés. Eso por no hablar de las decenas de reporteros heridos, a uno y otro lado de la línea del frente.
Tamara, quizá, sea la menos perjudicada. Lo suyo parece un rasguño. Al menos en la piel. Pero seguro que le ha roto el alma. Y dudo que tenga cura.
Mientras, a unos cuantos miles de kilómetros, sus compañeros vemos las imágenes de su valiente conexión, pero sabemos que mañana habrán caducado y que pasado mañana, a lo más tardar el domingo, ya nadie se acordará de ella.
Ni de ella ni de sus compañeros. Y, lo que es peor, tampoco de los muertos.
Aunque, claro, para acordarse de algo, primero hay que saber que existe. Y Osetia del Sur queda demasiado lejos para demasiada gente.
El disparo cayó en el brazo de Tamara Urushadze, pero hirió a la profesión entera. Claro que esa bala no era más que la secuela infausta de una nueva muestra de la sinrazón, que se había llevado por delante a un número indeterminado de osetios: un bando, el georgiano, dice que ciento y pico; otro, el ruso, que 1.600. Conclusión: no es que no sepan de matemáticas, es que no tienen vergüenza. Ni perdón de Dios.
No sé en qué estaría pensando Tamara cuando, herida como estaba, decidió seguir la conexión en directo desde Gori. No sé si pensaba en sus compatriotas muertos, en los corazones heridos, en la sinrazón, en la vocación,... o si no pensaba en nada. Si es que sólo siguió por inercia. Por obligación. Para demostrarse a sí misma que la violencia no va a poder con ella.
Han sido cinco, nada más que cinco, los días de combate en Georgia. Lejos de politiqueos -o al menos tan lejos como uno mismo se sitúa cuando se encuentra en mitad del frente y ha de salvar la propia vida-, en el gremio sí hacemos bien la cuenta de nuestros muertos. En esos cinco días de odio desmedido, han perdido la vida dos compañeros que trabajaban para medios rusos y un periodista holandés. Eso por no hablar de las decenas de reporteros heridos, a uno y otro lado de la línea del frente.
Tamara, quizá, sea la menos perjudicada. Lo suyo parece un rasguño. Al menos en la piel. Pero seguro que le ha roto el alma. Y dudo que tenga cura.
Mientras, a unos cuantos miles de kilómetros, sus compañeros vemos las imágenes de su valiente conexión, pero sabemos que mañana habrán caducado y que pasado mañana, a lo más tardar el domingo, ya nadie se acordará de ella.
Ni de ella ni de sus compañeros. Y, lo que es peor, tampoco de los muertos.
Aunque, claro, para acordarse de algo, primero hay que saber que existe. Y Osetia del Sur queda demasiado lejos para demasiada gente.
miércoles, agosto 13, 2008
Para Covi
No puedo decirte nada. Tú sabes más que yo de este Río de pasión. A ti también te duele Sevilla.
Espero que te guste.
Makarines, Río de pasión.
Espero que te guste.
Makarines, Río de pasión.
Raquel
Es mi ahijada y es mi prima. Y hoy es su cumpleaños.
Por cosas de la vida, hace mucho que no la veo. Creo que no debería ser así. Supongo que algún día me arrepentiré.
La recuerdo de bebé. Cuando se quedaba grogui mientras yo la acunaba, pasillo arriba, pasillo abajo, con el miedo metido en el cuerpo porque siempre me he sentido torpe con los niños en brazos. La embobaba una camisa de rayas finitas que en aquel tiempo yo me ponía mucho -era rojiblanca y yo vivía la fiebre atlética con mucha intensidad-. Lloraba con desconsuelo a la hora de la siesta, porque no sabía cómo chantajearme para que, en pleno mes de agosto, la sacase a pasear, sin temor a la canícula, por las calles hirvientes de los Madriles solitarios. Me costaba un imperio darle de comer. Era cabezona. Como ella sola. Bueno, como ella y como yo, que nunca me he quedado atrás en eso de las ideas fijas.
Pero lo que más recuerdo es su sonrisa. Me miraba, sonreía y me desmontaba el chiringuito de la fingida firmeza que me proponía transmitirle. La sacaba a pasear aunque una sudase a chorros; aguantaba pedorretas, morritos, llantos y el catálogo entero de despropósitos infantiles con tal de que comiera un poco; si bien hacía como que me enfadaba por la confusión, en el fondo me ponía que la gente me dijera eso de "Qué niña más bonita tienes... ¡y qué madre más joven!"; y, sobre todo, debí de engordar seis o siete kilos el día que salí de la iglesia con esa preciosidad de ahijada de la mano.
Supongo que no leerá nada de esto. O quizá sí. Internet tiene estas cosas. A menudo descubres las letras menos pensadas.
En cualquier caso, lo escribo porque lo siento. Y, en el fondo, este Devezencuandario no es más que un escaparate de sentimientos. Ficticios o inventados. Con o sin nombre propio adosado. Pero sentimientos. Siempre.
Felicidades, Raquel. Felicidades y un consejo: no seas como yo. No termines por identificarte con "tu" canción. No pongas tu alma en el timón. No vayas por la vida escuchando sólo tu corazón. Y, si lo haces, no vayas en busca de un puerto. Los puertos llegan solos. Sólo hay que estar pendiente de los faros.
David Broza, Raquel.
Por cosas de la vida, hace mucho que no la veo. Creo que no debería ser así. Supongo que algún día me arrepentiré.
La recuerdo de bebé. Cuando se quedaba grogui mientras yo la acunaba, pasillo arriba, pasillo abajo, con el miedo metido en el cuerpo porque siempre me he sentido torpe con los niños en brazos. La embobaba una camisa de rayas finitas que en aquel tiempo yo me ponía mucho -era rojiblanca y yo vivía la fiebre atlética con mucha intensidad-. Lloraba con desconsuelo a la hora de la siesta, porque no sabía cómo chantajearme para que, en pleno mes de agosto, la sacase a pasear, sin temor a la canícula, por las calles hirvientes de los Madriles solitarios. Me costaba un imperio darle de comer. Era cabezona. Como ella sola. Bueno, como ella y como yo, que nunca me he quedado atrás en eso de las ideas fijas.
Pero lo que más recuerdo es su sonrisa. Me miraba, sonreía y me desmontaba el chiringuito de la fingida firmeza que me proponía transmitirle. La sacaba a pasear aunque una sudase a chorros; aguantaba pedorretas, morritos, llantos y el catálogo entero de despropósitos infantiles con tal de que comiera un poco; si bien hacía como que me enfadaba por la confusión, en el fondo me ponía que la gente me dijera eso de "Qué niña más bonita tienes... ¡y qué madre más joven!"; y, sobre todo, debí de engordar seis o siete kilos el día que salí de la iglesia con esa preciosidad de ahijada de la mano.
Supongo que no leerá nada de esto. O quizá sí. Internet tiene estas cosas. A menudo descubres las letras menos pensadas.
En cualquier caso, lo escribo porque lo siento. Y, en el fondo, este Devezencuandario no es más que un escaparate de sentimientos. Ficticios o inventados. Con o sin nombre propio adosado. Pero sentimientos. Siempre.
Felicidades, Raquel. Felicidades y un consejo: no seas como yo. No termines por identificarte con "tu" canción. No pongas tu alma en el timón. No vayas por la vida escuchando sólo tu corazón. Y, si lo haces, no vayas en busca de un puerto. Los puertos llegan solos. Sólo hay que estar pendiente de los faros.
David Broza, Raquel.
Músicas pendientes
Mi vida social está hecha una pena. Por motivos que no vienen al caso -pero que no sólo no lamento, sino que me agradan soberanamente-, mis únicas relaciones extralaborales son... esto... ummm... bueno... ¡sí!, con el frutero, al que veo a menudo porque no me gusta la fruta blandurria, así que termino por ir a comprar un día sí y dos no -o casi-.
El caso es que ayer me habían propuesto un plan de lo más apetecible. Tocaba en Clamores el Trío Swing Brasil. No digo quién me invitó, porque suscitaría muchas envidias y estoy harta de desperdigar por mi casa amuletos antivudú. Pero, claro, entre trabajo, luego más trabajo, después un poquito más de trabajo, luego la compra -ayer tocaba frutero, aunque las manzanas que me vendió no eran de lo mejor que me ha tocado, la verdad- y luego un poco más de trabajo otra vez, cuando dio la hora de bajar a la gran ciudad yo ya no tenía el ánimo más que para meterme en la cama, sin desmaquillar ni nada -aunque conste que me desmaquillé, más que nada por no pringar de rímel las sábanas, tan blanquitas ellas-.
En cualquier caso, prometo ponerme al día en esto de la música brasileña. Además, me va a hacer falta. Ya contaré por qué, y no tiene nada que ver con menear el culo para librarme de la celulitis. Aunque, ya que lo pienso, también.
Por cierto, y cambiando de tercio, también me he perdido esta semana -bueno, la pasada, pero es que para mí los días se suceden en semanas interminables y apenas distingo dónde termina una y dónde empieza siguiente- a la Argentina, una de las últimas revelaciones del flamenco patrio.
Le preguntaré a la condesa, que de esto sabe un rato. Ella fue la primera en hablarme del Pitingo, cuando no lo conocían ni en su casa. Y mira si acertó.
Argentina, Se me perdió en Sevilla.
Pitingo, Killing me softly with this song.
El caso es que ayer me habían propuesto un plan de lo más apetecible. Tocaba en Clamores el Trío Swing Brasil. No digo quién me invitó, porque suscitaría muchas envidias y estoy harta de desperdigar por mi casa amuletos antivudú. Pero, claro, entre trabajo, luego más trabajo, después un poquito más de trabajo, luego la compra -ayer tocaba frutero, aunque las manzanas que me vendió no eran de lo mejor que me ha tocado, la verdad- y luego un poco más de trabajo otra vez, cuando dio la hora de bajar a la gran ciudad yo ya no tenía el ánimo más que para meterme en la cama, sin desmaquillar ni nada -aunque conste que me desmaquillé, más que nada por no pringar de rímel las sábanas, tan blanquitas ellas-.
En cualquier caso, prometo ponerme al día en esto de la música brasileña. Además, me va a hacer falta. Ya contaré por qué, y no tiene nada que ver con menear el culo para librarme de la celulitis. Aunque, ya que lo pienso, también.
Por cierto, y cambiando de tercio, también me he perdido esta semana -bueno, la pasada, pero es que para mí los días se suceden en semanas interminables y apenas distingo dónde termina una y dónde empieza siguiente- a la Argentina, una de las últimas revelaciones del flamenco patrio.
Le preguntaré a la condesa, que de esto sabe un rato. Ella fue la primera en hablarme del Pitingo, cuando no lo conocían ni en su casa. Y mira si acertó.
Argentina, Se me perdió en Sevilla.
Pitingo, Killing me softly with this song.
martes, agosto 12, 2008
Mi verdadera historia. Alegoría del ficus
[...] Pero no vayan ustedes a pensar que yo soy una mala compañía de descansillo. Qué va. Lo que pasa es que a veces tengo que desahogarme. Y cuando tengo que desahogarme, voy y le pido a la vecina una bolsita de tila alpina, porque en mi casa nunca hay cuando más la necesito. Y entonces me ve con cara de pena y desasosiego y me pregunta: “Pero chiquilla, ¿qué te pasa?”. Y yo entonces voy y lo casco. Todo. Pero todo, todo. Aunque la mujer esté en plenas faenas sexuales –sí, esas que joden tanto... ya saben: lavar, planchar, barrer, limpiar el polvo... ya, ya sé que no tiene gracia. En realidad es un chiste malo, y no es mío-. Y entonces le parto la mañana –o la tarde, lo que se tercie- en dos. O más. Pero claro, la culpa la tiene ella por preguntar.
Yo, por ejemplo, no pregunto nunca. A mí me dicen: “Buenos días... ¿qué tal?”, y yo contesto: “Bien, gracias”. Y no devuelvo la pregunta. By the flies, que decía aquél. Mi madre dice que eso no se hace, que soy un poquito maleducada y que ella no me ha enseñado esas cosas. Ni esas ni otras, creo yo. Pero es que yo siempre fui muy autodidacta.
Miro a mi ficus y parece decirme que me deje de autodidactismos y le cuide más. Que me compre un libro de jardinería y me haga responsable de una vez. Que un día de estos va a morir de inanición. Pobre.
La verdad es que lo noto raro. Está como serio. Las hojas se le están poniendo amarillas y parecen haberse rendido a la fuerza de la gravedad. Y yo, como dicen que hay que hablarle a las plantas, decirles cosas bonitas, le musito dulcemente “Anda, guapo, ven, devórame otra vez...”. Y se lo digo con musiquita y todo, como si el soniquete salsero pudiera revivir sus hormonas y provocar la erección paulatina de sus hojas. Intento recordar no sé qué de las sábanas, pero intuyo que en esta ocasión debería quizá cambiarlo por algo relacionado con el abono... y... no, creo que desisto... mi profesora de literatura decía que no está bien eso de forzar los símiles. O las alegorías, ya no me acuerdo.
Aún me queda un culín de Cardhu. Y sólo un culín, que la botella está ya escurrida del todo. Mañana le diré a mi madre que sea buena y traiga un poquito más. Anda, mamá... si sabes que es para las visitas... sí, mamá... no, no estoy saliendo con nadie... que no, mamá... que no, que no... que no he vuelto con Arturo. Sí, Arturo sigue en La Coruña... ¿que quién me lo ha dicho?... una tal María Pita, que dice que ya lo conoce bien... pobre, no sabe lo que le espera... Y entonces mamá me traerá el Cardhu. Porque lo que mamá quiere es que no vuelva con Arturo. Y como dicen que el alcohol desinfecta las heridas, igual también esteriliza tanta felicidad embadurnada de arroz chino. Mamá siempre tan resuelta...
Le diré que también le dé un repasito al ficus.
Yo, por ejemplo, no pregunto nunca. A mí me dicen: “Buenos días... ¿qué tal?”, y yo contesto: “Bien, gracias”. Y no devuelvo la pregunta. By the flies, que decía aquél. Mi madre dice que eso no se hace, que soy un poquito maleducada y que ella no me ha enseñado esas cosas. Ni esas ni otras, creo yo. Pero es que yo siempre fui muy autodidacta.
Miro a mi ficus y parece decirme que me deje de autodidactismos y le cuide más. Que me compre un libro de jardinería y me haga responsable de una vez. Que un día de estos va a morir de inanición. Pobre.
La verdad es que lo noto raro. Está como serio. Las hojas se le están poniendo amarillas y parecen haberse rendido a la fuerza de la gravedad. Y yo, como dicen que hay que hablarle a las plantas, decirles cosas bonitas, le musito dulcemente “Anda, guapo, ven, devórame otra vez...”. Y se lo digo con musiquita y todo, como si el soniquete salsero pudiera revivir sus hormonas y provocar la erección paulatina de sus hojas. Intento recordar no sé qué de las sábanas, pero intuyo que en esta ocasión debería quizá cambiarlo por algo relacionado con el abono... y... no, creo que desisto... mi profesora de literatura decía que no está bien eso de forzar los símiles. O las alegorías, ya no me acuerdo.
Aún me queda un culín de Cardhu. Y sólo un culín, que la botella está ya escurrida del todo. Mañana le diré a mi madre que sea buena y traiga un poquito más. Anda, mamá... si sabes que es para las visitas... sí, mamá... no, no estoy saliendo con nadie... que no, mamá... que no, que no... que no he vuelto con Arturo. Sí, Arturo sigue en La Coruña... ¿que quién me lo ha dicho?... una tal María Pita, que dice que ya lo conoce bien... pobre, no sabe lo que le espera... Y entonces mamá me traerá el Cardhu. Porque lo que mamá quiere es que no vuelva con Arturo. Y como dicen que el alcohol desinfecta las heridas, igual también esteriliza tanta felicidad embadurnada de arroz chino. Mamá siempre tan resuelta...
Le diré que también le dé un repasito al ficus.
Continuará...
sábado, agosto 09, 2008
Cosas de mi pueblo
Hace tiempo que no destripo un periódico. Pero ahora, por exigencias del guión, vuelvo a pringarme las manos con la tinta mal impresa. Y, en pleno ejercicio de reconciliación conmigo misma y con la vocación periodística que siempre digo que nunca tuve, casi me caigo del sofá, recostaíta como estaba en plena sobremesa, cuando me doy de bruces con mi pueblo en el mismísimo País.
Resulta que en Alpedrete han echado a la oposición del ayuntamiento. Por lo visto, se les ha quedado pequeño. Y eso que los despachos ya eran de lo más canijo. Como casi todo en este bendito municipio, por otra parte.
En este pueblito, es pequeño el ayuntamiento, es pequeña la iglesia, es pequeño el gimnasio, es pequeña la piscina, son pequeños los bares y hasta es pequeña la plaza. Las dos. La del ayuntamiento y la de la vida, o sea, la que cada día ocupan vecinos y visitantes para tomar el café del desayuno, el vermú de mediodía o la cerveza de la tarde.
Y digo yo que hasta deben de ser pequeños los armarios -en mi caso, lo confieso, lo que resulta pequeña es mi voluntad a la hora de sucumbir al consumismo de trapitos-, porque fíjense dónde cuelgan mis queridos paisanos las alpargatas veraniegas. ¿Será porque no les caben? ¿O será para que se aireen? ¿O será porque, en el fondo, todos queremos volar alto?
Resulta que en Alpedrete han echado a la oposición del ayuntamiento. Por lo visto, se les ha quedado pequeño. Y eso que los despachos ya eran de lo más canijo. Como casi todo en este bendito municipio, por otra parte.
En este pueblito, es pequeño el ayuntamiento, es pequeña la iglesia, es pequeño el gimnasio, es pequeña la piscina, son pequeños los bares y hasta es pequeña la plaza. Las dos. La del ayuntamiento y la de la vida, o sea, la que cada día ocupan vecinos y visitantes para tomar el café del desayuno, el vermú de mediodía o la cerveza de la tarde.
Y digo yo que hasta deben de ser pequeños los armarios -en mi caso, lo confieso, lo que resulta pequeña es mi voluntad a la hora de sucumbir al consumismo de trapitos-, porque fíjense dónde cuelgan mis queridos paisanos las alpargatas veraniegas. ¿Será porque no les caben? ¿O será para que se aireen? ¿O será porque, en el fondo, todos queremos volar alto?
viernes, agosto 08, 2008
08.08.08. La vida sale
Hoy cambia mi vida. Lo sé.
Aunque, ahora que lo escribo, esto es una perogrullada como un templo. La vida cambia todos los días. Depende del pie con el que te levantes. Del pie y, sobre todo, del ánimo. De las ganas que le eches a la historia. Sólo que hay días en que parece que el cambio es obligado, que viene prescrito con antelación. Y hoy, para mí, es uno de ellos.
De momento no puedo anticipar mucho. Está todo firmado y requetefirmado, pero quiero arrancar la moto antes de lucirla en carretera.
Me da buen rollo que esto suceda un 08 del 08 del 08. Me gustan los números redondos, y el 8, evidentemente, lo es. Además, para los chinos es el número de la suerte -y de ahí que coincidan tantas bolitas, unas encima de otras, en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín-.
No aspiro a colgarme medallas en mi tablón personal. Sólo quiero trabajar. Y mucho. Darlo todo por un equipo que todo lo merece y ayudar a conseguir que, entre todos, llevemos a buen puerto una nave que ha flotado hace poco, pero con una carga inmensa de ilusión y con un capitán de lujo.
Hoy, para mí, la vida sale.
José Mercé, La vida sale.
Aunque, ahora que lo escribo, esto es una perogrullada como un templo. La vida cambia todos los días. Depende del pie con el que te levantes. Del pie y, sobre todo, del ánimo. De las ganas que le eches a la historia. Sólo que hay días en que parece que el cambio es obligado, que viene prescrito con antelación. Y hoy, para mí, es uno de ellos.
De momento no puedo anticipar mucho. Está todo firmado y requetefirmado, pero quiero arrancar la moto antes de lucirla en carretera.
Me da buen rollo que esto suceda un 08 del 08 del 08. Me gustan los números redondos, y el 8, evidentemente, lo es. Además, para los chinos es el número de la suerte -y de ahí que coincidan tantas bolitas, unas encima de otras, en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín-.
No aspiro a colgarme medallas en mi tablón personal. Sólo quiero trabajar. Y mucho. Darlo todo por un equipo que todo lo merece y ayudar a conseguir que, entre todos, llevemos a buen puerto una nave que ha flotado hace poco, pero con una carga inmensa de ilusión y con un capitán de lujo.
Hoy, para mí, la vida sale.
José Mercé, La vida sale.
miércoles, agosto 06, 2008
Los hombres de mi almohada. El hombre Scotch-Brite
No destaca por su belleza. Ni es lo que se dice un hombre dulce. No cuesta demasiado conseguir uno, porque siempre hay ofertas en el mercado.
Lo que ocurre es que una termina por sobreestimarlo. Crees que no habrá otra cosa en el universo capaz de quitarte la roña del alma más que él, y claro, lo sacralizas hasta el extremo de terminar por emplearlo tanto y con tanto empeño que, más que despegarte la suciedad, te acaba arrancando la piel del corazón a tiras.
Te gustaría poder apañarte con la bayeta, que es más suavecita, mucho más agradable al tacto, pero al final te rindes ante la evidencia del estropajo, contundente como él solo, y hasta haces tuyo aquello de "Scotch-Briteeeeeeeee... yo no puedo estar sin él...".
Y ahí tienes a tu hombre estropajo, áspero y rugoso, poco presto a las caricias y sólo útil si lo embadurnas de jabón, que te destroza la manicura francesa si no tomas la precaución de usar guantes y te raya las sartenes porque, sí, claro, quita muy bien los restos que se han quedado pegaditos por usar poco aceite, pero la limpieza tiene un precio, y con él el precio se mide en rayajos, y los rayajos del alma son como los de las sartenes, que, una vez hechos, pueden disimularse, pero siempre dejan su huella.
Lo que ocurre es que una termina por sobreestimarlo. Crees que no habrá otra cosa en el universo capaz de quitarte la roña del alma más que él, y claro, lo sacralizas hasta el extremo de terminar por emplearlo tanto y con tanto empeño que, más que despegarte la suciedad, te acaba arrancando la piel del corazón a tiras.
Te gustaría poder apañarte con la bayeta, que es más suavecita, mucho más agradable al tacto, pero al final te rindes ante la evidencia del estropajo, contundente como él solo, y hasta haces tuyo aquello de "Scotch-Briteeeeeeeee... yo no puedo estar sin él...".
Y ahí tienes a tu hombre estropajo, áspero y rugoso, poco presto a las caricias y sólo útil si lo embadurnas de jabón, que te destroza la manicura francesa si no tomas la precaución de usar guantes y te raya las sartenes porque, sí, claro, quita muy bien los restos que se han quedado pegaditos por usar poco aceite, pero la limpieza tiene un precio, y con él el precio se mide en rayajos, y los rayajos del alma son como los de las sartenes, que, una vez hechos, pueden disimularse, pero siempre dejan su huella.
lunes, agosto 04, 2008
Mi verdadera historia. A la sombra del alcohol
[...] Me había quedado pensando en mi madre y, ahora que caigo, viene mañana. Y yo con la casa hecha un desastre a las tres de la mañana. Y Chihuahua, de juerga. Un martes. Tiene narices la cosa... ser madre sin darle al kiki... y tener un hijo adolescente a los treinta años. Bueno, veintiocho. Es que me pongo de más para irme haciendo a la idea del cambio de decenio. Más vale prevenir que curar... creo que lo decía Sánchez Ocaña, pero puede que no... a veces me fallan las neuronas.
Y a todo esto... ¿a qué venía mi madre? Voy a mirar mi agenda... veamos... sí... a ver si habla con Chihuahua y conmigo como personas normales. Aunque conmigo tiene poco que hablar... creo que sólo quiere que esté presente, pero que me calle, que siempre estoy soltando impertinencias.
Perdonen ustedes, pero es que ya me he bebido tres whiskies, y yo no suelo beber. A lo sumo, un vermut de cuando en cuando, o una copita de Cointreau con piña. Pero sólo una. Y hoy, como el gilipollas de Bruno no me contesta al teléfono, me he liado la manta a la cabeza y, dale que te pego, me he pillado un buen colocón de whisky. Cardhu, eso sí. Que siempre ha habido clases.
La botellita en cuestión tiene su historia. Como casi todo en esta casa-cuadra-recinto-de-mal-vivir. Me la regalaron en una cesta de Navidad, hace ya un par de años. A mí no me gusta el whisky, así que se la regalé a mi novio. Sí, el de China. Pero antes de irnos. Y luego, si recuerdan, él se marchó a La Coruña y yo a Barcelona. Pero teníamos que repartir las cosas que había en casa. Y él me dijo que me quedase la botella, que ya no la quería. Que había decidido dejar de beber. Para olvidar. Si es que hasta para eso fue gilipollas el chiquillo. Todo lo tiene que hacer al revés. Y disfrazar luego de originalidad lo que son, simple y llanamente, fallos en las conexiones neuronales. Arturo, cariño, vuelve a beber otra vez. Seguro que la vida es menos dura, corazón. ¡Ah! Y saludos para ti también, que luego dices que sólo quiero a Carmen.
Aunque querer, querer, lo que se dice querer, yo creo que ahora mismo quiero a mi planta. Es tan mona, la pobre... Es verdad que la tengo un poco desatendida, porque tengo el tiempo más justo que los bikinis de la Obregón, pero bueno... quererla, la quiero. Vaya si la quiero. No sé muy bien qué especie es. Ah, sí, creo que es un ficus. Me lo regaló mi vecina cuando me mudé de casa. Seguro que era una indirecta para decirme “buen camino lleves, hija, y que tengas tanta suerte como descanso dejas, corazón”. O así.
Y a todo esto... ¿a qué venía mi madre? Voy a mirar mi agenda... veamos... sí... a ver si habla con Chihuahua y conmigo como personas normales. Aunque conmigo tiene poco que hablar... creo que sólo quiere que esté presente, pero que me calle, que siempre estoy soltando impertinencias.
Perdonen ustedes, pero es que ya me he bebido tres whiskies, y yo no suelo beber. A lo sumo, un vermut de cuando en cuando, o una copita de Cointreau con piña. Pero sólo una. Y hoy, como el gilipollas de Bruno no me contesta al teléfono, me he liado la manta a la cabeza y, dale que te pego, me he pillado un buen colocón de whisky. Cardhu, eso sí. Que siempre ha habido clases.
La botellita en cuestión tiene su historia. Como casi todo en esta casa-cuadra-recinto-de-mal-vivir. Me la regalaron en una cesta de Navidad, hace ya un par de años. A mí no me gusta el whisky, así que se la regalé a mi novio. Sí, el de China. Pero antes de irnos. Y luego, si recuerdan, él se marchó a La Coruña y yo a Barcelona. Pero teníamos que repartir las cosas que había en casa. Y él me dijo que me quedase la botella, que ya no la quería. Que había decidido dejar de beber. Para olvidar. Si es que hasta para eso fue gilipollas el chiquillo. Todo lo tiene que hacer al revés. Y disfrazar luego de originalidad lo que son, simple y llanamente, fallos en las conexiones neuronales. Arturo, cariño, vuelve a beber otra vez. Seguro que la vida es menos dura, corazón. ¡Ah! Y saludos para ti también, que luego dices que sólo quiero a Carmen.
Aunque querer, querer, lo que se dice querer, yo creo que ahora mismo quiero a mi planta. Es tan mona, la pobre... Es verdad que la tengo un poco desatendida, porque tengo el tiempo más justo que los bikinis de la Obregón, pero bueno... quererla, la quiero. Vaya si la quiero. No sé muy bien qué especie es. Ah, sí, creo que es un ficus. Me lo regaló mi vecina cuando me mudé de casa. Seguro que era una indirecta para decirme “buen camino lleves, hija, y que tengas tanta suerte como descanso dejas, corazón”. O así.
Continuará...
domingo, agosto 03, 2008
Al que ingrato me deja
No tengo el cuerpo para recuerdos. Y mucho menos para reproches. Como diría Sabina, "me sobran los motivos" para que me escueza el alma. Grita. Intenta llamar la atención. Me da pellizcos constantemente para que la mime, porque resulta que está al rojo vivo y, además, rota en mil pedazos, y yo llevo tiempo empeñándome en darle forma con tiritas que, ahora que el calor aprieta, expanden el pegamento por los cachitos dolientes y no hacen más que enguarrinarlo todo.
Pero de vez en cuando una llamada puede ser más balsámica que cualquier ungüento milenario. Como la de ayer. Hablar con la condesa de Estraza es siempre un regalo para el corazón. Y para la mente. Y, claro está, para el oído. Ensancha los pulmones, los llena de aire fresco, y te va estirando los labios hasta dejar prendida en tu rostro una sonrisa sincera.
Ayer, la condesa me puso sobre la pista de este soneto que yo había escuchado en alguna ocasión, pero no del todo. Tampoco lo había leído. En su voz sonó rotundo y directo. Fue al grano del dolor. Destapó la infamia y arrojó un poco de luz en ese pozo en que llevo sumida más tiempo del que yo quisiera.
No quiero penar mucho más. Voy curándome poco a poco. Ya sé que no valen las tiritas y quizá, aprovechando el verano, me apunte a un curso de alfarería para moldearme un alma nueva. Eso sí, aprovechando los trocitos de la anterior. No pienso perder mi esencia. Al menos no adrede.
Ahí va el regalo. Muchas gracias, condesa. Por esto y por todo. Sabe que también me sobran los motivos para rendirle admiración y cariño perpetuos.
Pero de vez en cuando una llamada puede ser más balsámica que cualquier ungüento milenario. Como la de ayer. Hablar con la condesa de Estraza es siempre un regalo para el corazón. Y para la mente. Y, claro está, para el oído. Ensancha los pulmones, los llena de aire fresco, y te va estirando los labios hasta dejar prendida en tu rostro una sonrisa sincera.
Ayer, la condesa me puso sobre la pista de este soneto que yo había escuchado en alguna ocasión, pero no del todo. Tampoco lo había leído. En su voz sonó rotundo y directo. Fue al grano del dolor. Destapó la infamia y arrojó un poco de luz en ese pozo en que llevo sumida más tiempo del que yo quisiera.
No quiero penar mucho más. Voy curándome poco a poco. Ya sé que no valen las tiritas y quizá, aprovechando el verano, me apunte a un curso de alfarería para moldearme un alma nueva. Eso sí, aprovechando los trocitos de la anterior. No pienso perder mi esencia. Al menos no adrede.
Ahí va el regalo. Muchas gracias, condesa. Por esto y por todo. Sabe que también me sobran los motivos para rendirle admiración y cariño perpetuos.
Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a quien mi amor busca constante.
Al que trato de amor, hallo diamante,
y soy diamante al que de amor me trata;
triunfante quiero ver al que me mata,
y mato al que me quiere ver triunfante.
Si a éste pago, padece mi deseo;
si ruego a aquél, mi pundonor enojo;
de entrambos modos infeliz me veo.
Pero yo, por mejor partido, escojo
de quien no quiero, ser violento empleo,
que de quien no me quiere, vil despojo.
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a quien mi amor busca constante.
Al que trato de amor, hallo diamante,
y soy diamante al que de amor me trata;
triunfante quiero ver al que me mata,
y mato al que me quiere ver triunfante.
Si a éste pago, padece mi deseo;
si ruego a aquél, mi pundonor enojo;
de entrambos modos infeliz me veo.
Pero yo, por mejor partido, escojo
de quien no quiero, ser violento empleo,
que de quien no me quiere, vil despojo.
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