Me piden que defienda los
toros. Que escriba a favor de la
tauromaquia. Que ejerza de pro. Y yo, que últimamente ando muy sensible a todo lo que huela a cuerno, digo que sí sin pensarlo. Pero cuando lo pienso un poco me doy cuenta que después de los argumentos que ponen sobre la mesa gente tan solvente como
Francis Wolff, Albert Boadella o
Salvador Boix, pinto yo muy poco ejerciendo de sesuda analista taurómaca.
En el fondo, no he tratado de defenderla nunca.
Se defiende a un acusado, a un asesino, una causa perdida, un pobre desvalido. La Fiesta no lo es. Aunque muchos se empeñen en adjudicarle los cuatro estados anteriores y otros muchos más, a cual peor.
Nunca he tratado de convencer a un antitaurino de que le gusten los toros. De que el toreo es un arte. De que viendo un natural eterno se paran los relojes y la poesía se convierte en una escultura efímera que arranca un soplo de vida a la amenaza de la muerte. Si no lo ven, no seré yo quien les compre gafas.
Pero tampoco quiero que trate a mí de convencerme nadie. Y mucho menos de ponerme una cruz en la casilla "Asesina" porque llevo yendo a los toros desde los dos años. ¿Saben? Nunca le he tocado un pelo a nadie. Y los trastornos mentales que últimamente pueda mostrar provienen más de las maldades humanas que soporto a diario que de llevar treinta años viendo el presunto sufrimiento de un animal en el ruedo.
Es curioso lo de los
antis. Se ponen la capa de la progresía y avanzan por el bosque en busca de un lobo que echarse a la cesta del
victimismo. Y resulta que la Caperucita Verde de turno lleva escondida la peor de todas las armas: el afán
prohibicionista. Porque todo lo que no se ajuste a sus parámetros de
libertad no debe existir. Así es la nueva democracia.
De los
políticos mejor ni hablamos. Son capaces de cargarse de un plumazo seiscientos años de historia y el sustento económico de no sé cuántas familias solo porque hay algo que huele a España. Y a ellos España no les gusta. Aunque les dé de comer, no les gusta. Extraño caso de bulimia este: atracón de erario público y luego vómito de prohibición cosmética.
Corridas no, correbous sí. Siempre ha habido clases. Hasta para sufrir.
Y si hasta el domingo aplaudía a los antitaurinos su capacidad de organizarse para conseguir por la vía democrática ("uséase", el parlamento) lo que llevaban tantos años pidiendo con sus grotescos desnudos chorreados de pintura y banderillas de velcro, hoy me llevo el aplauso a casa: provocar de la manera que lo hicieron el domingo en la
Monumental de Barcelona, habiendo conseguido ya su objetivo, es síntoma, cuando menos, de poca inteligencia.
Han calculado mal: puede que ya no haya más toros en Cataluña (cosa que está por ver), pero desde hace días todas las televisiones, radios, revistas y periódicos de España y parte del extranjero hablan de toros. Y ayer, salvo raras excepciones, contaron
la gloria del toreo: el sentimiento de comunión de 18.000 almas estremecidas al compás de una escultura etérea, cincelada sobre la muerte a golpe de valor.
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Madrid2noticias.com