Se supone que uno aprende de la gente mayor. No necesariamente de los viejales. De los que tienen algún año más. De los que han vivido mucho.
Pero suponer no siempre es garantía de acertar. Lo pienso ahora que digo "hasta luego" a dos compis de las que he aprendido mucho, a pesar de ser asquerosamente jóvenes.
Clara se va a México. Los tiene muy bien puestos. Con la que está cayendo allí, se pone los tabloides por montera y se cruza el charco solita en busca de una experiencia de vida. No es ninguna suicida: es valiente. Aprende de todo y, aprendiendo, enseña. Es tenaz. Es madura. Serena. Y el nombre lo lleva cosido a su ADN: de tan clara como es, resulta cristalina.
Alicia se va a Antena 3. A triunfar. Tiene argumentos para ello: es trabajadora, inteligente, sensible, vivaz. Desprende alegría. La vida le sonríe y ella le regala la más dulce de sus caricias, porque sabe que, si no le das bola, la muy cabrona te la juega y te deja derrengada en una cuneta cualquiera.
De las dos he aprendido mucho. De Clara, durante un año, a vivir más pegada a la información. A nutrirme de curiosidad. A decir las cosas como son, sin miedo. A levantar la cabeza y seguir andando para cumplir mi sueño. Con Alicia he compartido menos tiempo, pero quizá la misma intensidad. Sin saber muy bien por qué –¿y por qué no?–, se ha convertido en un firme apoyo, en un motivo más para dibujarme la sonrisa cada viernes, en una cómplice nodriza de letras temblorosas.
Las voy a echar de menos. Mucho. Clara dice que nos encontraremos en un sitio mejor. Yo, por toda respuesta, le pongo cara de interrogación. Sin el puntito, que ando siempre demasiado sobria. Pero la duda no es por ellas. Tienen vida y media por delante. Y qué es un océano cuando ni todas las gotas del mundo son capaces de calmar tu sed de vida.
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