Tú que me has dado todo. Que me regalas tu vida. Que me despiertas con tu sonrisa y sacas del letargo esa sonrisa mía que dices que te gusta y que he empezado a sacar ahora del baúl de los recuerdos, después de tanto tiempo escondida, tanto que la había dado por perdida.
Tú que me has esperado. Con paciencia infinita. Con cariño inmenso. Con la esperanza de que cada día siempre tendrá un mañana.
Tú que me has sacado del abismo. Que has agitado tanto sentimiento. Que has roto barreras con sólo una caricia. Con una mirada. Con el halo invisible de una respiración contenida.
Tú. Tú que... que ya eres yo.
Rosana, "Llegaremos a tiempo".
martes, junio 16, 2009
viernes, junio 05, 2009
Esplá infinito
Se ha ido como se van los mitos. Por la Puerta Grande y con el alma pequeña, encogida de tanto pellizco. De tanto genio. De tanta esencia. De tanto derramarse. De tanto sentirse. De darse más que nunca. De vaciarse por completo. De desnudar el corazón y ponerlo, vuelta y vuelta, sobre una arena que ya no era arena, sino cielo, cielo de verdad, cielo azul y limpio, sin una sola nube, cielo en calma a pesar del vendaval, que el viento no eran más que palmas y laureles para ceñir su cabeza.
Esplá se ha ido, y se ha marchado, maestro como siempre y torero como nunca, acariciando el ideal con la yema de sus dedos.
Me pregunto qué sentirá cuando sienta que se ha vaciado tanto. Si se sentirá vacío. Si, por el contrario, se sentirá más pleno que nunca. Si sentirá sentirse tanto. O si sentirá no haberse sentido antes. Antes o durante más tiempo.
Pero qué más dará el tiempo ahora. Qué cuenta contar si la medida de todas las cosas es, hoy más que nunca, la infinitud.
Foto: Juan Miguel Sánchez Vigil en Larga cambiada.
miércoles, junio 03, 2009
Apoderados
Se despeñaba la tarde, plúmbea y gris, por entre los ladrillos del patio de caballos. A lo lejos, brillos ajados en trajes de luces que esperaban mayor gloria. Con todo, gesto sereno, mirada al frente y cabeza alta.
El Cid atravesaba la arena venteña, de lado a lado, con sabor a hiel en los labios y poca templanza en el ánimo, consciente de que acababa de explotarle en las manos el último cartucho de un reencuentro con Madrid que, según iban cayendo las hojas del calendario, se convertía, sin solución de continuidad, en desencuentro abúlico, pleno de melancolía y ayuno de grandeza.
El toreo es así. Todos, hasta los más grandes, han tenido tardes. Y rachas. Y temporadas enteras. De no encontrarse, de no sentirse. De no verlo claro. De no tener suerte. De no. Siempre de no.
Y no ha pasado nada. Porque siempre se agazapa un sí al otro lado de los vuelos de la muleta. Y aquí paz y después gloria. Y orejas. Y puertas grandes. Y laureles. Y palmaditas en la espalda.
Pero no. Esta temporada no fue así. Se despeñó la suerte de El Cid por el abismo de una feria infausta y, al otro lado de la barrera, tras echarle el cierre a una tarde para olvidar, su apoderado aguardaba delante de los micrófonos -y hablo en singular con conocimiento de causa-. No cruzó palabra con ninguno de los medios. Ni un saludo. Ni siquiera un gesto, de esos que no hace falta acompañar de palabras porque llevan el sentimiento cosido en los poros de la piel. Nada. Como si no nos conociera a ninguno. Como si se hubieran olvidado de que en el toreo somos siempre los mismos, para bien y para mal, cuatro gatos mal avenidos, pero cuatro al fin y al cabo, condenados a entendernos porque nos tenemos que ver una tarde tras otra, aquí y allá, haga calor o frío. Y así una feria tras otra.
Se le olvidó. Se le olvidó el señorío. Y, en lugar de pedirnos, mientras esperábamos todos al torero, que no hiciéramos preguntas, esperó a que le tuviéramos delante e hiciéramos el mismo gesto que, tarde tras tarde, hemos repetido con cada torero que abandona la plaza, para conocer su opinión sobre el festejo. Para darle la oportunidad de expresarse. O de no decir nada. Pero, sobre todo, para cumplir con nuestra obligación de informar. Esperó, decía, a que le tuviéramos delante, para levantar la mano, apartar el micrófono y sentenciar con un agrio "Dejarlo, por favor".
¿Saben? Una, por periodista que sea, también tiene su corazoncito. Y si alguien le pide que no haga preguntas a una persona que no encuentra fuerzas para responder, una no las hace. Es así de mala profesional. Mala profesional, pero buena gente. Creo. Y respetuosa.
Pero, a partir de ahora, habrá que medir los respetos. No para con El Cid, desde luego, que me parece buen torero y mejor persona, sino para con un apoderado que, en lugar de hacer las cosas con el señorío sevillano que se le presume, se dejó llevar por la hiel de una feria echada a perder y perdió las formas con unos profesionales del periodismo que -ellos, nosotros, sí que no- no llevaban hiel en los micrófonos.
Por cierto, iba a hablar de otro apoderado. De Corbelle. Pero se me revuelven las tripas. Si trabajo me cuesta comulgar con la falta de señorío, no se imaginan lo que me repugna la mentira. Y no diré más que esto: Joao Folque, ganadero de Palha, SÍ fue a la enfermería a visitar a Israel Lancho. Servidora le entrevistó en la puerta. Aunque, ahora que lo pienso, quizá tampoco esté bien visto hacer entrevistas mientras en la enfermería se opera a un torero.
Qué cosas...
Actualización: Sixto Naranjo, que comparte conmigo y con otros cuantos compañeros cada tarde de alcachofing, también menciona el incidente en su blog -mucho más actualizado y recomendable que este Devezencuandario, que hace honor a su maltrecho nombre-. Gracias, Sixto.
El Cid atravesaba la arena venteña, de lado a lado, con sabor a hiel en los labios y poca templanza en el ánimo, consciente de que acababa de explotarle en las manos el último cartucho de un reencuentro con Madrid que, según iban cayendo las hojas del calendario, se convertía, sin solución de continuidad, en desencuentro abúlico, pleno de melancolía y ayuno de grandeza.
El toreo es así. Todos, hasta los más grandes, han tenido tardes. Y rachas. Y temporadas enteras. De no encontrarse, de no sentirse. De no verlo claro. De no tener suerte. De no. Siempre de no.
Y no ha pasado nada. Porque siempre se agazapa un sí al otro lado de los vuelos de la muleta. Y aquí paz y después gloria. Y orejas. Y puertas grandes. Y laureles. Y palmaditas en la espalda.
Pero no. Esta temporada no fue así. Se despeñó la suerte de El Cid por el abismo de una feria infausta y, al otro lado de la barrera, tras echarle el cierre a una tarde para olvidar, su apoderado aguardaba delante de los micrófonos -y hablo en singular con conocimiento de causa-. No cruzó palabra con ninguno de los medios. Ni un saludo. Ni siquiera un gesto, de esos que no hace falta acompañar de palabras porque llevan el sentimiento cosido en los poros de la piel. Nada. Como si no nos conociera a ninguno. Como si se hubieran olvidado de que en el toreo somos siempre los mismos, para bien y para mal, cuatro gatos mal avenidos, pero cuatro al fin y al cabo, condenados a entendernos porque nos tenemos que ver una tarde tras otra, aquí y allá, haga calor o frío. Y así una feria tras otra.
Se le olvidó. Se le olvidó el señorío. Y, en lugar de pedirnos, mientras esperábamos todos al torero, que no hiciéramos preguntas, esperó a que le tuviéramos delante e hiciéramos el mismo gesto que, tarde tras tarde, hemos repetido con cada torero que abandona la plaza, para conocer su opinión sobre el festejo. Para darle la oportunidad de expresarse. O de no decir nada. Pero, sobre todo, para cumplir con nuestra obligación de informar. Esperó, decía, a que le tuviéramos delante, para levantar la mano, apartar el micrófono y sentenciar con un agrio "Dejarlo, por favor".
¿Saben? Una, por periodista que sea, también tiene su corazoncito. Y si alguien le pide que no haga preguntas a una persona que no encuentra fuerzas para responder, una no las hace. Es así de mala profesional. Mala profesional, pero buena gente. Creo. Y respetuosa.
Pero, a partir de ahora, habrá que medir los respetos. No para con El Cid, desde luego, que me parece buen torero y mejor persona, sino para con un apoderado que, en lugar de hacer las cosas con el señorío sevillano que se le presume, se dejó llevar por la hiel de una feria echada a perder y perdió las formas con unos profesionales del periodismo que -ellos, nosotros, sí que no- no llevaban hiel en los micrófonos.
Por cierto, iba a hablar de otro apoderado. De Corbelle. Pero se me revuelven las tripas. Si trabajo me cuesta comulgar con la falta de señorío, no se imaginan lo que me repugna la mentira. Y no diré más que esto: Joao Folque, ganadero de Palha, SÍ fue a la enfermería a visitar a Israel Lancho. Servidora le entrevistó en la puerta. Aunque, ahora que lo pienso, quizá tampoco esté bien visto hacer entrevistas mientras en la enfermería se opera a un torero.
Qué cosas...
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Actualización: Sixto Naranjo, que comparte conmigo y con otros cuantos compañeros cada tarde de alcachofing, también menciona el incidente en su blog -mucho más actualizado y recomendable que este Devezencuandario, que hace honor a su maltrecho nombre-. Gracias, Sixto.
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