miércoles, abril 08, 2009

El paseíllo más difícil

Llevo días intentando escribir estas líneas y no sé por dónde empezar. En principio, parece fácil: mayúscula, sujeto, verbo, predicado... y a correr. Eso si sabes lo que quieres contar. Y cómo lo quieres contar. Y si tienes el ánimo suelto y las ideas aireadas.

El problema viene cuando lo que quieres escribir te desgarra el alma y ni siquiera las teclas son capaces de hacerte el quite.

No sé cómo contar la manera en la que se me retuerce el corazón cuando recuerdo su cara. Serio, introspectivo, casi inmóvil por el peso de la tristeza. De tanta tristeza. De tanto recordar que, una vez más, tiene que poner la otra mejilla, limpiarse los escupitajos que le ha tirado la vida, levantarse, sacudirse el polvo de la refriega y seguir caminando. Y hacerlo con elegancia. Porque, pese a lo difícil de la situación, no perdió la compostura y el empaque ni un solo segundo. Ni uno solo.

Llegó a la ermita en la silla de ruedas que empujaba su apoderado. Con la pierna atravesada por la cornada certera de un toro que él, más que nunca, hubiera deseado fuera de puerta grande. Porque se lo debía a su padre. Porque quería que, allá donde estuviera, pudiera disfrutar de ese triunfo que siempre ansió y que siempre terminó esperando "para la próxima". La eterna promesa. La ilusión sin medida. O con la medida de las condiciones más que sobradas de su hijo para ser un torero de categoría.

Pero, más que la pierna, lo que José Ignacio tenía atravesada, partida en dos, sangrante e incurable, era el alma. Porque el toro de su amargo destino no sólo le había arrebatado a su padre apenas unas horas antes de aquel Domingo de Ramos en el que se había propuesto que Madrid se rindiera a sus pies entre palmas y vítores. Le había arrebatado a su más fiel compañero, a su más firme apoyo, a su mano derecha, a quien siempre le sostuvo. A quien le arropó con su entereza durante los fuertes temporales que arreciaron, uno detrás de otro, en una vida que no se empeñaba en otra cosa más que en pegar cornadas.

Y no pudo ser. Una vez más, no pudo ser.

Porque tras el que creía el paseíllo más difícil de su vida, allí, como en una nebulosa, sin saber muy bien si ese brindis al cielo lo estaba soñando o era cierto que su padre yacía de cuerpo presente a unos pocos kilómetros, llegaba otro paseíllo, más duro aún: ése que te lleva a presenciar cómo la oscuridad se cierne en torno a un pedazo de madera, cómo se cierra la piedra sobre la cruz, cómo sólo las flores dejan un resquicio de vida en ese amargo ruedo de piedra con promesas de gloria y resurrección.

Y, pese a todo, firme, sereno, elegante, con la pierna atravesada y el alma partida y sangrante para siempre, José Ignacio llegó hasta la presidencia de la vida, se destocó, una vez más, y siguió adelante. Con la tristeza por montera. Porque, aunque duela, no queda otra.

3 comentarios:

  1. Bendito sea el torero y su padre.
    La vida se cebado con él (su picador, su hermano, sus padres). Madrid le debe una puerta grande.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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  3. Gracias, Jon. La verdad es que resulta increíble la mala suerte de Uceda. No sé de dónde saca las fuerzas para seguir vistiéndose de torero.

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Gracias por contribuir a este blog con tus comentarios... pero te agradezco aún más que te identifiques.

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