Los padres de Marta del Castillo (Foto: Alejandro Ruesga / El País) |
Levanta los ojos. Mira hacia el frente. Lleva mil días con la vista perdida, pero a él quiere mirarlo a la cara. Como le ha mirado siempre. Con la verdad por delante. Las entrañas desgarradas. Con la sangre de hembra herida deslizándose por el mármol frío de una corte que, llamada a hacer justicia, se ha convertido en el refugio infame de una panda de malnacidos.
Van por allí sin temerle a nada. Entran, salen. Hablan, callan. Dicen que hicieron. Luego dicen que no dijeron. Y que si hicieron no se acuerdan. Y nadie es capaz de hacerles decir al fin la verdad.
Lleva la pena cosida en las pupilas, ayunas de esperanza. Y aunque el dolor quiso cegarla, sigue con los ojos bien abiertos, al acecho de una prueba, la más nimia, que le acerque a los restos de su hija.
No pide más que una tumba donde llevarle flores. Una lápida que abrillantar cada primero de noviembre. Un lugar donde rezarle. Donde ir a estar con ella.
Porque su hija lleva mil días perdida. Sin que se sepa dónde está. Y estando en todas partes a la vez.
Está en su cuarto. Está en Triana. Está en el río. Está en aquel maldito piso de León XIII que se levanta a solo cien metros de la oficina donde cada mañana va a ganarse el pan para seguir alimentando a sus otras dos hijas.
Porque la vida sigue. La de los demás. La suya se paró hace mil días.
Publicado en Madrid2noticias.
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