Juan Pedro Domecq |
Lo fácil sería decir que hoy el cielo de Sevilla lloraba por usted. Y que el llanto era tan desconsolado que no había manera de calmarlo. Pero usted nunca fue hombre de frases hechas ni palabras vacías.
Mente lúcida y adelantada, parida a borbotones entre las letras de un discurso concebido en las entrañas de quien vive en cuanto que es capaz de conmoverse, sus ideas, don Juan Pedro, no eran aptas para amantes del pensamiento único.
No le entendieron —o no le quisieron entender— cuando hablaba usted del «toro artista». Claro. No está hecha la metáfora para la boca reseca de quien nunca paladeó la alegoría de la bravura. Y en este cercado de borregos de identidad difusa estaba mucho mejor visto despreciar, sin otro argumento que el de la perfidia del supuesto «monoencaste», la causa de un ganadero clave en la historia reciente del campo bravo español.
Pero usted, que siempre fue un señor, nunca se las dio de nada. Asumió los golpes con empaque y, como ese toro bravo y noble con el que soñaba, se vino arriba y no dejó de pelear, en un alarde de pasión por el toreo y de fe en su concepto de bravura.
Hablar con usted era una delicia. Educado hasta el extremo, un señor sin rastro de petulancia, atento, elegante, sincero. Con las ideas claras y las palabras justas. Siempre dispuesto a hablar de toros. Incapaz de ponerse el no por montera. Experto en dar a cada uno su sitio y jamás equivocarse de terreno.
Porque usted, don Juan Pedro, tenía alma de torero. Y, más allá de ser quien tejía el lienzo sobre el que los de luces habían de dibujar trazos infinitos de gloria etérea, le sobraba torería.
Qué envidia me dan los de arriba: seguro que, junto a Fernando, ya está usted pegando naturales de canela en el ruedo del cielo.
Publicado en Burladero.com.
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