Antes de seguir escribiendo una sola línea más, he de decir que esta historia comienza con una gran mentira: yo nunca me llamé Carmen, y ni siquiera tengo –ni tuve jamás- la intención de tomar tal nombre.
Pero como creo que, ante todo, un escritor es un gran mentiroso, diré que mi nombre es Carmen. Y la razón es bien sencilla. En primer lugar, Carmen se llama mi escritora favorita. Y, en segundo lugar, “carmen” es una palabra latina que significa ‘poesía’; pues bien, como yo nunca tuve la virtud –o la sensibilidad suficiente- como para escribir poesía, soñaré que puedo hacerlo revistiéndome con este mi nombre falso.
Así las cosas, y llegados a este punto, queridos amigos, no me pidan que separe la cruda realidad de la ficción y los sueños. Simplemente, llámenme Carmen y déjenme que les cuente mi “verdadera” historia. ¿Me acompañan?
* * *
Nadie podía imaginarse que yo iba a nacer aquel caluroso día del mes de junio. Nadie. Cierto es que mi madre ya llevaba más de dos semanas de retraso, pero debió de ser que, acostumbrados como estaban todos a ver a mi progenitora con aquella enorme tripa, ya creían el bombo una prolongación natural de su cuerpo.
Cuentan que aquel día, de no ser por la inestimable ayuda de mi abuela, yo jamás habría venido al mundo, y, lo que es peor, mi madre se había ido conmigo a criar malvas. En realidad pienso que eso habría sido más triste que el hecho de privarme de la vida fuera del acogedor vientre materno, porque pocas veces he valorado mi paso por este mundo cruel. Dicen que nadie escoge venir a esta vida, pero yo estoy a punto de empezar a pensar otra cosa: yo debí de haberlo escogido, y no una, sino dos veces, pues estoy segura de que, si no llega a ser por mi cabezonería, los cuerpos celestiales nunca se habrían conjugado para acompañarme en el doloroso trance de mi nacimiento.
¡Cómo iba a saber yo lo que me esperaba fuera!
Pero es que a cabezona, obstinada y pesada, señores, no me gana nadie. Y además, estoy segura de que, de no ser por esta extraña característica –extraña para los demás, que ni imaginan que bajo la candidez de mi rostro pueda ocultarse tamaño grado de obstinación- no habría logrado sobrevivir en este extraño lugar que es la vida.
Así pues, cuando alguien ose decirme lo pesada que soy, le responderé: “¡Sí señor! Pesada y a mucha honra, que no sabe usted lo bien que me viene. ¡Debería usted probar!”.
Continuará...
Sí señora, a mucha honra, así me gusta... Ojalá todos supiéramos lo que nos espera ahí fuera... Si al menos nos dieran el libro de instrucciones...
ResponderEliminarYa hay ganas de ver la continuación...
Jejejeje... gracias, Juan. Seguiré, seguiré...
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