Foto: Público.
Ayer todos se abrazaban. Con cariño, con nostalgia, con ilusión, con desencanto. Con lágrimas en los ojos. Con sonrisas nerviosas. Con amistad o con ternura. Era su día, el día de todos –hasta para los que pasaban el trago amargo de la despedida–, y no ahorraron emociones en la foto. Crisis sí, pero no de sentimientos.
El que más y mejor abrazaba, pese a su talante serio y rotundo, pese a ser el hombre cada vez más fuerte del Gobierno, era Rubalcaba. El ministro todopoderoso bajó a la tierra de la piel erizada y despidió con un prolongado y paternal abrazo, lleno de complicidad, a Bibiana Aído, que parecía haber estado haciendo un esfuerzo ímprobo por contener la lágrima durante todo el acto de traspaso de carteras a Leire Pajín.
Y también abrazó a Trini, y a Leire, y luego ellas se abrazaron entre sí, y abrazaron a Aído, y se dijeron que eran las mejores trabajadoras, los mejores ejemplos y las mejores amigas. Y, tras el atril desde donde la nueva bi-ministra leía su discurso en un iPad, Miguel Sebastián asentía, sonriente. Chacón, a su lado, ponía cara de circunstancias y, de cuando en cuando, hacía ejercicios con los pies para que la sangre circulase arriba y abajo de los mocasines de tacón. Sinde, la más seria, oteaba el horizonte: en su mente, los abrazos se rompían por obra y gracia de la bofetada judicial al canon digital. Habrá que seguir pensando para no dejar de cobrar. Garmendia, rizo en ristre, se marchó antes de tiempo –es lo que tiene la innovación, que nunca se sabe cuándo te hará salir corriendo para que no se te escape una idea–. Caamaño, bonachón, ponía cara de plenitud y Moratinos, que ya había llorado lo suyo en Exteriores, hacía algún que otro puchero mientras Leire piropeaba su maestría al frente de la diplomacia.
Beatriz Corredor aguardaba desde la segunda fila. Pegadita a la pared. Con el bolso en el suelo –ay, Corredor, que se va la fuerza y el dinero, y no está la vivienda para conjurar las supersticiones–.
Encabezando la pléyade de ministros, uno que no lo es: Javier Rojo, presidente del Senado. Con traje a rayas –¿por qué la llaman diplomática cuando quieren decir mafiosa?–, y los zapatos más elegantes y estilizados de la concurrencia masculina. En el lado opuesto, su vecino de foto, Sebastián, vestido de un azul incómodo y calzado con zapatos más propios de un camarero con horas y horas y horas obligado a sostener la línea vertical que de un señor que viaja en coche oficial custodiado por escoltas.
Termina el discurso. Leire deja de pasar páginas virtuales con el dedo índice de su mano izquierda –en la que ya no hay rastro de la Power Balance: con tanto abrazo, tiene fuerza suficiente para aguantar lo que queda de legislatura– y, frente a ella, su madre, más juvenil que la hija –el vestidito gris, sobrio, la vuelve elegante pero aburrida, con lo colorida y moderna que es la chica–, recibe felicitaciones ruidosas.
Una señora de pelo blanco hace un millar de fotos con una camarita que no deja de destellear. Matilde Fernández cuchichea con Maru Menéndez –¿donde está su TG, ahora que vuelve a ser amigo de TJ?– y Paca Sauquillo aguarda sentada y sin abrir la boca que se despeje el auditorio.
Álvaro de Luna y su bigote son de los primeros en felicitar a Leire y en consolar a Aído, mientras que Eduardo Madina va de acá para allá sin dejar de mirar la pantalla de su teléfono.
Marcelino Iglesias contempla la escena con la sonrisa forjada a fuego entre la barba. La sombra de Leire es alargada. Va a hacer falta mucho café y no menos charla. Caldera lo mira desde la fila de atrás, imperturbable tras los cristales de sus gafas de diseño.
En la planta de arriba, una señora con pelo cano y horas de cardado aplaude sin descanso. Alguien al lado me pregunta si es la abuela de Leire. Me dice que la mira mucho. Yo le digo que ni idea, mientras me pregunto qué contendrían las cajas de Privalia que un mensajero dejaba en el Ministerio poco antes de romperse los abrazos.
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