Hoy más que nunca el cuerpo me pide estar en Sevilla. Cruzar el puente de Triana, enfilar la calle Pureza, llegar hasta la Capilla de los Marineros y arrodillarme a los pies de esa Esperanza Trianera que me da la vida. Después de verla, de hablarle, de pedirle, de rezarle y de quererla, desandaría mis pasos y, en sentido contrario, pasearía hasta San Gil, para encontrarme con la Reina de Sevilla, con esa Esperanza Macarena que es todo elegancia y señorío, que te mira y te desarma, que parece cogerte en sus brazos y mecerte arropada con su manto.
A menudo me pregunto cuál de las dos elegir. Sevilla o Triana. Elegancia o duende. Dulzura o tronío. Belleza etérea o personalidad flamenca. Y siempre me quedo con las dos. A las dos las quiero, a las dos les pido y por las dos espero cada Madrugá las horas que hagan falta, aunque se me cierren los ojos, aunque me pueda el cansancio y tenga el cuerpo entumecido.
Este año tengo mucho que pedirles. Como siempre. Pero sobre todo tengo mucho que agradecerles. Y Ellas saben por qué.
Para que os empapéis de su prestancia, os dejo dos vídeos que me parecen dos joyas. Uno, el encuentro casual e histórico de ambas en la Catedral de Sevilla (Madrugá de 1995): escalofriante. Otro, la saeta que cada mañana de Viernes Santo canta Pastora Soler a la Macarena, ya de recogida: sin palabras.
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