martes, mayo 01, 2012

Madrid, 1987



Un escritor madurito de vuelta de todo. Uno de esos lobos del periodismo que hicieron de la Transición su  leitmotiv para aullar. Frente a él, una jovencita que quiere ser escritora y trata de ponerse en el camino estudiando Periodismo. Pobre.

Madrid, 1987. Un día de calor. El Café Comercial. Una máquina de escribir portátil, una colada de folios, unos cuantos cigarros, cocacola, whisky. Gafas de concha. Corbata mal anudada. El estudio de un pintor caduco. Los tubos de color estrujados. Un cuadro azul dibujado a golpe de pincel marchito sobre un lienzo de piel fresca. Una puerta que se cierra y un vacío que abre en dos el vientre cosido a puñaladas de palabras.

La última película de David Trueba tiene tres escenarios, dos personajes y un guión. Los escenarios son cutres, los personajes grandes (sobre todo él) y el guión, digno de ponerse negro sobre blanco en un papel, de dejar de ser guión para convertirse en un libro sobre los libros. Y sobre los periódicos. Eso y la fotografía, una magnífica manera de retratar la luz en 104 minutos de film que huelen a esa atmósfera ochentera cheli y caduca a la vez.

Imagen tomada de El séptimo arte.
José Sacristán da vida a Miguel, uno de esos periodistas de otro tiempo, cuando el periodismo aún no había muerto y todavía se contaban las cosas, y la vida pasaba en las columnas después de pasar en la calle. Sacristán se antoja un Umbral sin bufanda cuando dice eso de que "se escribe a navajazos, no a pellizcos"; "Yo no escribo para que me lean, escribo para que me paguen"; "Solo las manchas tienen interés. Y las cicatrices"; "La literatura pelea por contar con palabras lo que no se cuenta con palabras"; "Solo un escritor demasiado sobrevalorado puede ganarse la vida con este oficio"; "Hay quien viaja con una novela dentro toda la vida"; "Conocer a alguien a quien se admira es el primer paso para dejar de admirarle"; "A la gente lo único que le importa es que no te metas con ellos"; "El estilo no existe. Y si existe es malo"; "Escribir bien es lo único que un escritor puede hacer por el mundo".




María Valverde, en su papel de Ángela, da la réplica a un maestro improvisado, a veces petulante, que recela de aquellos que "enseñan a los perros a ser perros" (o sea, de las facultades de Ciencias de la Información, donde David Trueba entró aquel 1987 en Madrid). Una niña bien que no termina de creerse que el del periodismo sea "un oficio de ratas. Ratas juzgando a ratas". La única niña que mantiene el pelo mojado hasta un día después de haber salido de la ducha.

Si uno es de los que va al cine a ver historias espectaculares en fondo y forma, que se olvide de esta cinta. Aquí solo encontrará el diálogo a calzón quitado entre el que va de vuelta y la que aún no ha salido. La lucha dialéctica entre el desencanto y la ilusión. La desesperanza en el futuro y el recelo del pasado. Y todo serpenteado con el soniquete de una máquina de escribir que sangra citas a borbotones.

Más de uno mataría por ser capaz de contar esto con cuatro paredes de azulejos sucios, dos personajes y una toalla de lavabo.


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