Mi 11-S

Cuando vi los aviones haciendo trizas las Torres Gemelas, pensé que deliraba. Llevaba no sé cuántos días con 39 de fiebre, peregrinando de hospital en hospital, cada vez más convencida -maldita hipocondria- de que el hecho de que me diagnosticasen hoy infección de orina, mañana anginas y pasado no sé qué de cervicales, no podía ser otra cosa más que un cáncer con metástasis.

Aquel 11-S llegué al hospital definitivo, más limpio y pulcro que los anteriores. Con tele en la sala de espera. Y fue entonces cuando vi a Ana Blanco contar lo de los aviones. Y a los aviones en sí estrellándose. Mientras, yo me estrellaba contra mí misma y creía que el sufrimiento del mundo no eran más que alucinaciones propias de una mente calenturienta como la mía.


Después llegó el diagnóstico: mononucleosis infecciosa y reposo total. No viajar. Ni siquiera a casa. Y yo, tan trágica como siempre, me dije: "Si he de morir, que al menos muera en Madrid". Haciendo patria. Sin pensar que nadie muere de la "enfermedad del beso".

Aunque, ahora que lo pienso, hay besos que matan y enfermedades que te dan una nueva vida, que te desatan de lo que hasta entonces te ha estado oprimiendo y te abren horizontes diferentes. Ni mejores, ni peores. Sólo diferentes.

Primero tienes que pasar la fiebre, pero eso es lo de menos. Dicen las abuelas que los niños crecen cuando les sube la temperatura. Yo ya no estoy en edad de crecer -salvo a lo ancho-, pero quién sabe si me queda algún centímetro más por marcar en la tabla de crecimiento de mi capacidad intelectual. Seguiré siendo bajita, pero tendré altura de miras. Hay que saber conformarse.