Carlos Granés (Foto: Fiorella Battistini) |
Es colombiano, tiene treinta y seis años y se ha pasado media vida estudiando en no sé cuantas universidades de medio mundo. De Madrid a Berkeley, ha llevado en su maleta la inquietud por el proceso de creación. ¿Qué mecanismos llevan a los artistas a hacer determinadas obras y no otras? ¿Por qué caminos se dispersa la imaginación? ¿Qué la mueve? ¿Y qué tiene todo esto que ver con la propia esencia del hombre?
Con estos presupuestos, no resulta extraño que Carlos Granés (Bogotá, 1975) haya ganado el III Premio Internacional de Ensayo Isabel de Polanco con una obra que habla precisamente de eso, de arte. De creación. De cultura en estado puro. Y de los procesos de cambio social que hacen que se sucedan los movimientos artísticos de vanguardia, estudiados hasta el recientísimo fenómeno del 15-M. El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales es la obra ganadora de este galardón, que llega a las mesas de novedades auspiciada por el sello editorial de Taurus.
-Si hay un puño invisible, ¿podemos pensar en puñetazos indoloros?
-Hay cambios sutiles, lentos e invisibles que, cuando se hacen evidentes, producen sorpresas. Algunas indoloras, otras dolorosas.
-¿El arte cambia el mundo o es solo una utopía de los artistas?
-El arte por sí solo no cambia nada. Lo que transforma a las personas y luego, posiblemente, a las sociedades, son las ideas, los valores, las creencias y las actitudes. Antes que creadores de cuadros y esculturas, las vanguardias artísticas fueron promotoras de todos estos elementos. Por eso cada grupo escribió manifiestos y panfletos, y publicó revistas o boletines. Por eso, también, intentaban contagiar sus actitudes y valores presentándose en público y exaltando a los asistentes con sus disparates y provocaciones. Las obras de arte que creaban pretendían ser vehículos de todas estas ideas. Por sí solas no hubieran logrado nada. Su fuerza se las daba el proyecto revolucionario -las ideas, metas, actitudes y valores- que las enmarcaba.
-El hedonismo y la diversión han hecho mucho por el arte de vanguardia. ¿Son los artistas unos juerguistas?
-Más bien diría que, en determinados momentos del siglo, bien fuera durante las guerras o durante períodos de prosperidad económica, consumismo y sobreproducción, muchos artistas de vanguardia entendieron que la forma de rebelarse pasaba por contravenir los valores imperantes, bien fueran estos el heroísmo bélico, la seriedad, la racionalidad, la tecnocracia, la productividad o la rutina. A eso se debió que el juego, la diversión, la experimentación vital, el azar, la espontaneidad y el hedonismo se convirtieran en actitudes rebeldes. A la larga, los artistas de vanguardia se convirtieron en maestros del buen vivir, en peritos que enseñaban cómo tener una vida apasionada y divertida. Lo paradójico es que eso, en nuestra sociedad contemporánea, ya no tiene nada de revolucionario. Otra paradoja es que, muy consecuentes con los dadaístas y los surrealistas, los artistas contemporáneos tiene ahora vidas muy apasionadas y obras muy tediosas y rutinarias.
-Entre las vanguardias que menciona (futurismo, surrealismo, generación beat, pop...), ¿con cuál se queda y por qué?
-Me quedo con obras muy puntuales de cada una de ellas. El futurista Boccioni creó pinturas fantásticas. Otro tanto se puede decir del dadaísta Grosz y de varios pintores surrealistas. La generación beat produjo al menos dos novelas memorables y varios poemas poderosos. En cuanto a sus ideales, la gran lucha que dieron los vanguardistas amplió los márgenes de libertad y experimentación vital. Eso es muy rescatable. Lo trágico es que la libertad y el talento artístico no van necesariamente de la mano. Se puede vivir en la anarquía -como hoy en día- y crear obras pobrísimas, y se puede vivir bajo sistemas fascistas o comunistas y crear obras fabulosas.
-Habla del 15-M como movimiento creador de vanguardias. ¿Qué ha aportado al arte esta revolución?
-No es del todo exacto calificar al 15-M como un movimiento de vanguardia. Se ajusta mucho mejor a lo que el creador del letrismo, Isidore Isou, llamaba una rebelión de la "externalidad". Para Isou, la "externalidad" la componían los jóvenes y los adultos insatisfechos que no encontraban un lugar en la sociedad. La falta de perspectivas hacia el futuro uniría a estos dos colectivos -predecía Isou-, y los convertiría en una fuerza revolucionaria que pondría en peligro al sistema. Isou fue, además, el primero en vaticinar las revueltas juveniles de Mayo del 68. Pero lo paradójico del 15-M es que, guardando una estética similar a la de Mayo del 68, reclama justamente aquello que los sesentayochistas más despreciaban: seguridad, un trabajo estable, estado de bienestar, futuro para sus hijos, tener con qué pagar una hipoteca a treinta años... Si se examinan bien, todas estas demandas resultan ser muy poco revolucionarias, al menos muy distintas de las que reclamaban los vanguardistas de las primeras seis décadas del siglo XX. Ellos, inspirados entre otros por Nietzsche, querían riesgo, peligro, incertidumbre, aventura. Por eso odiaban el Estado, la familia, el trabajo y las convenciones sociales: todo aquello que le diera estabilidad y certezas a la vida.
[Publicado en Diariocrítico].
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