"Hay días en que no sucede nada. Es decir: nada que adopte la forma de una escritura sensata. Mucha gente, en realidad, pasa por la vida sin hacer nada, sin decir nada, nadeando de forma constante, pero quizá no sea consciente de ello, o no le importe, o, sencillamente, lo ignore. La nada es a menudo una condición invisible, inaudible, insípida. Se vive en ella como se respira: de modo mecánico. Al escritor, sin embargo, lo sobresalta la nada, lo abruma, lo devora como un cáncer secreto. Sentado ante su tarea, intentando poner orden en lo que sucede, interrogándose brutalmente, apremiando a los hechos para que los hechos hablen, de pronto descubre que no tiene nada que decir, nada de lo que hablar, nada que escribir".
Ricardo Menéndez Salmón, La luz es más antigua que el amor (Ed. Seix Barral).
Hoy es uno de esos días. Quizá sólo aparentemente. Tengo la impresión de que no sucede nada porque la vida pasa delante de mis ojos mientras yo me limito a dejarla ir. Porque mi ventana al mundo son tres pantallas con tanto color como frío. Ordenador, móvil y móvil –sí, dos móviles, no me repito a posta–.
Construyo la vida a golpe de teclas y el traqueteo me embota la cabeza. Las letras me comen desde la pantalla y una tilde gigante salta de debajo de mis dedos para llenarme la cara de puñales con forma de interrogación.
Quiero escribir y no puedo. Quiero cumplir y puedo aún menos. Miro la agenda y los días menguan a una velocidad de vértigo. Ayer era uno de enero y hoy ya es pasado mañana.
No. Si hoy fuera pasado mañana, quizá todo tendría más sentido. Quizá hoy –o pasado mañana– le habría plantado cara a las tildes, a las interrogaciones y hasta a los puntos suspensivos. Quizá pasado mañana –o ayer– fuera el día antes de la hora después en que empezó a cumplirse mi sueño.
P.D.: Si sois amantes del arte y de la literatura, os recomiendo, mucho, pero que mucho mucho, el último libro de Ricardo Menéndez Salmón, del que he extraído el párrafo que abre el post. Es una historia contada a lo largo de varios siglos sobre tres maestros de la pintura y un escritor, todos ellos símbolo del compromiso del arte con la sociedad y con la propia vida. Y, por supuesto, en otra línea más personal, más contundente, como un golpe al estómago curado a golpe de caricias con sabor a whisky y olor a sexo –no sé cómo huele el sexo, pero lo leí en una novela de la Rigalt y no me resisto a plagiarle el símil–, vuelvo a recomendaros La cárcel de Jackson Pollock, de Germán San Nicasio (Ed. Eutelequia). Pedazo de escritor y pedazo de amigo –que, por cierto, se está saliendo con las ilustraciones de mi libro–.
me seduce esa combinación de arte y literatura, así que aceptaré la recomendación y lo agregaré a la lista de próximas adquisiciones.
ResponderEliminarGracias por tu visita y tu comentario, Jorjowski.
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