"Estoy muy orgullosa de mi padre... y sólo puedo decir que han sido unos hijos de puta".
Es la frase que lo resume todo. Todo el sentimiento, todo el desgarro, todo el dolor y la mala hostia que le suben a uno por la garganta y le martillean la boca del estómago cuando ETA mata de nuevo.
Con el gesto sereno, cogiendo aire poco a poco, sin que se note demasiado, para que no le ceda ni un poco la voz, para que no se le nuble la vista y ni una sola lágrima traidora se le escape por el rabillo del ojo y le caiga mejilla abajo; serena, con esa entereza postiza que provoca la nebulosa de los malos sueños, Sandra Carrasco condenaba el asesinato de su padre y empujaba a todos los españoles a acudir mañana a las urnas como signo inequívoco de madurez democrática frente a la barbarie etarra.
Ella, mañana, votará. Con su padre recién enterrado, votará. Con su dolor a cuestas, votará. Se despertará y quizá uno de los primeros impulsos sea buscar a su padre en la cocina para preguntarle a qué hora van al colegio. Pero entonces se dará cuenta de que su padre no está. Que no va a poder preguntarle ni eso ni nada. Ni mañana, ni el lunes, ni dentro de cuatro años, ni nunca.
Que no va a poder ir con él a ninguna parte, pero que él irá siempre con ella. Y que ella seguirá defendiendo las libertades en su nombre. En el de los dos. Aunque les pese a esos "hijos de puta".
Foto: elpais.com.
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